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La peste llegó a Venecia en primavera, pasajera de los navíos que regresaban a la bahía desde los mares verdosos de oriente. En las tripas calafateadas de las galeras, escondiendo su agudo colmillo, la muerte arribó a la ciudad del gran duque. Entre la seda, las especias aromáticas y el hilo de oro, entre las tallas de jade, los aceites fragantes y las dagas de Damasco. El segador vino a lomos de una legión de ratas. Negras como la noche. Y al llegar se enamoró de la ciudad, de los palacios nacarados abrazados con dulzura por los canales, de los puentes de mármol blanco y sonriente, de las torres cinceladas que miraban distraídas hacia el este.
Entonces, como un susurro que el viento acaricia, la gran pestilencia se filtró por puertas y ventanas, abatiéndose mansamente por los brazos de la laguna.
Viajando oculto en un sorbo de vino, en la intimidad de un beso, el súbito mal envenenó la sangre cálida de los orgullosos venecianos. Y el aire se tornó rancio y grueso.
La fiebre hizo presa de hombres, mujeres y niños, ulcerando la piel de pústulas negras. El óbito sobrevenía raudo entre compulsiones y dolores extremos.
La pandemia barrió Venecia de norte a sur, como el ejército de un conquistador sanguinario.
Por la noche el llanto era la música de la ciudad. Por el día el campanile redoblaba incansablemente. Tocando a muerto sin descanso. Una y otra vez.
Las damas enjoyadas y los barones altivos, vestidos de púrpura, se encerraron en sus palacios, a orillas del gran canal, tendiendo telas negras de las ventanas cuando la peste llamaba a su puerta.
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Menos de un año ha pasado desde que las naves traidoras amarraran. Acudo a la llamada del gran duque, mi amigo. Con el rostro embozado, y de pie sobre una gondolina que las aguas pútridas empujan lánguidamente, atravieso la ciudad. En la superficie, por doquier, la corriente arrastra a su capricho decenas de cuerpos insepultos.
Corrompidos, infectos, podridos.
El gran canal es reo de un hedor intolerable, el aroma nauseabundo de la pestilencia contamina el aire y las aguas. Hacia el cielo sombrío se alzan columnas de humo, nacidas de las piras donde algunos queman los cuerpos derrotados de los apestados. Pero ni el fuego purificador puede salvar ya a los venecianos. Ni aunque se prendieran los palacios y las torres, ni aunque el fuego devorara la ciudad desde el mar hasta los pantanos...
Las campanas doblan a muerto sin descanso, haciéndose eco en todos los barrios de la ciudad. Los gritos atormentados de los moribundos dan cumplida réplica.
Mi embarcación alcanza la orilla de San Marcos. Con pena y espanto veo telas negras tendidas en los balcones del palacio del gran duque. El segador reclama a pobres y ricos, necios y sabios. Gusta tanto del polvo y el barro como de los salones brillantes de los poderosos.
Ligero de pies cruzo la piazza, rebosante de vida otrora, mustia y desnuda cuando camino ahora por ella. Dentro de la basílica se escucha un lastimero coro de voces rotas entonando latines.
Pero no era esa la música que envolvía la piazza hace apenas un año.
En Febrero se entregaba Venecia entera al triunfo del carnaval. Y era la risa enmascarada y el canto de las doncellas lo que imperaba en los palacios. Y las capas de colores vivos y brillantes vestían la noche, especiada y dulce.
En la suntuosidad de las mansiones, en las calles y canales sólo había un mandamiento: alegría. Y era con devoción respetado. La vida rezumaba sobre una ciudad que la fortuna favorecía con esplendidez.
Era el gran duque menos un regidor que un maestre de ceremonias, ataviado con el lujo de un sátrapa de oriente, el gran príncipe del carnaval. Y su hija Elia, la niña que todo Venecia adoraba, era la reina infantil, el espíritu bueno que colmaba de sanas bendiciones los festejos.
Y era todo del sabor del vino, y olía el aire a las flores traídas de Persia, y se llenaban los oídos del tintineo de los cascabeles turcos, endulzados por las flautas y las cuerdas de los laúdes.
No había lágrimas ni dolor detrás de las máscaras, porque en la suave locura del carnaval sólo estaba prohibida la tristeza.
Tanto era el gozo, que la peste envidiosa quiso ser partícipe...
Y su festividad, el festival de la muerte, es el único que ahora se celebra.

Llego a las puertas del palacio. Un sirviente mudo de tristeza me guía por oscuros corredores hasta las estancias privadas del gran duque Giuliano, aquel que me ha honrado desde la infancia llamándome, tiernamente, amigo.
Al llegar frente a él, palidezco. Aquel que ahora se muestra ante mis ojos en poco se parece al hombre que toda Venecia ha reverenciado desde su mismo nacimiento.
Cubierto de burdas vestiduras, el semblante mustio, la mirada que se pierde en el vacío.
Estamos solos. Con gesto firme reclama que permanezca alejado de él. La peste le ha invadido. Apenas en pie se mantiene.
Pero con todo, no es su aspecto agonizante lo que más me conmueve, sino el brillo desvariado de sus ojos, y el tono de su voz, alejado del aire suave pero regio que tan bien conozco.
Habla con un entusiasmo que no comprendo. Sus palabras resuenan en mis oídos con un temple que nunca había escuchado. Se dirige a mí como alguien que redacta su última voluntad.
“ Él viene. Él. El que empuña la guadaña. Al otro lado del palacio mi hija Elia muere, los rubores de la peste se la llevan...”
Aprieto de rabia los dientes al conocer esta mala nueva. Elia no conoce diez veranos. El pecho se me hiela imaginado ese cuerpo diminuto y angelical consumido por pústulas supurantes, sucumbiendo al dolor y la muerte.
“ Pero no se la llevará a ella...”
Observo que porta un pliego en su mano.
“ Os he llamado, amigo mío, para ser testigo de un acuerdo. Este documento que os muestro está coronado por mi rúbrica y mi sello. He ejercido el poder mayúsculo. Entrego la ciudad”
“ Elia no verá nacer otro día, pero cuando el segador acuda a su lecho a robar su alma, pondré en sus manos este documento, y por el precio de la vida de mi hija le venderé la ciudad, otorgándole privilegio de rey ”
Al escuchar esta desquiciada idea asumo que me encuentro ante un hombre que ha perdido del todo la razón. No puedo más, abandono la estancia, despidiéndome sin palabras del amigo al que jamás volveré a ver. Mientras me alejo, a mi espalda, continua a grandes voces su errabundo parlamento. Parece estar leyendo los términos de ese acuerdo concebido en el delirio más extremo.
“... y la muerte ejercerá el gobierno único de la república, propiedad suya será la serenísima ciudad de Venecia, y bajo su regencia los cimientos podridos por la plaga harán sucumbir las torres y los palacios, y día a día durante mil años la ciudad morirá, la laguna devorará con paciencia la obra del hombre hasta que las aguas corruptas aneguen para siempre la ciudad. Y ese será el fin último de Venecia, de su esplendor y de su gloria...”
Parto de nuevo hacia mi hogar pensando en el amor infinito de un hombre que en su inmensa locura quiere comprarle a la muerte la vida de su hija. Y bajo la mirada, masticando plegarias que no han de ser escuchadas.
El temor a lo inevitable me hace acariciar la idea de huir. Pero la peste cabalga ya desbocada por los caminos, vadeando ríos, atravesando montañas. Florencia sucumbe, Siena está herida de muerte...
Todo es pestilencia hedionda, podredumbre y agonía.
Mi embarcación se desliza por las aguas sin prisa.
¿Qué será del campo traventino? ¿Cómo expirarán la piazza Vera y la columnata etrusca ?
¿Qué final tendrán los soportales, las blancas columnas bizantinas, los blasones de terciopelo y plata?
El atardecer tiñe de rojo pálido la laguna, hasta donde mi cansada vista alcanza.
Las campanas no dejan de tocar a muerto.

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Este relato manuscrito fue encontrado durante la rehabilitación del Palacio Braganzi, no lejos del puente Rialto, en Venecia.
Es el testimonio escrito de la llegada a Venecia a mediados del siglo XIV de la peor epidemia que haya conocido el hombre. Aquella que diezmó poblaciones enteras en Europa y que fue conocida como la “peste negra”.
No existe documento alguno que pruebe si Elia, la hija del duque Giuliano, sobrevivió al mal, pero cientos de años después, y hasta el día de hoy, como cumpliendo un final predestinado, no se ha podido desarrollar ningún plan viable que garantice la conservación de Venecia. La ciudad agoniza lentamente y parece ser que inevitablemente, y ante la desesperación de sus ya escasos habitantes, finalmente sus palacios, puentes y torres acabarán siendo engullidos por las sucias aguas de la laguna Venetta...

Texto agregado el 03-02-2006, y leído por 90 visitantes. (0 votos)


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