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A lomos de un bonito caballo blanco llegó un jinete al caer la tarde. Tras él, a pie, una tropa de hombres morenos y de rostros afeitados que marchaban con paso marcial. El jinete tenía las maneras de aquellos que están acostumbrados a ser obedecidos, sin vanagloriarse de ello. Un gesto firme detuvo a sus hombres. Una orden apartó a sus oficiales. Marchó solo por la estrecha lengua de tierra que entraba en el mar, hasta el extremo, hasta el punto donde las rocas se sumergían derrotadas por las aguas. Bajo el sol mortecino, la visión de ese océano insondable, inabarcable, incontenible, impresionó profundamente a aquel hombre poco dado a las emociones. El sonido de las olas rompiendo en los acantilados era lo único que podía escucharse en ese apartado lugar. Desde siempre y para siempre. Más allá, hacia el horizonte, donde terminaba de esconderse el sol, no había nada más, nada salvo la infinita inmensidad del mar océano. El jinete permaneció largo tiempo inmerso en la contemplación. No podía desprenderse del sobrecogimiento que le invadía. Aquello que se mostraba ante sus ojos era lo más hermoso que jamás había visto, pero a la vez lo más soberbio. Lo más terrible. Por fin, dando la espalda al mar, regresó con sus hombres.
Ante la mirada inquisidora de sus oficiales, que lo encontraron retraído, solo quiso pronunciar dos palabras que estos nunca ya olvidarían.
“Finis terrae”.
El lugar donde termina el mundo.

El cabo de Finisterre es la última mancha de tierra, el último y osado espolón que araña las frías aguas del Atlántico, en la bien llamada costa de la Muerte, en el extremo occidental del viejo continente. Aún hoy, en nuestros días, cuando conocemos los límites reales de nuestro mundo, es este un paraje que despierta en el que lo visita una honda impresión, como aquella que sin duda experimentó el legado romano que le dio nombre.
Los pueblos grises que siembran cerca de allí la costa son patria de pescadores, cuna de unos hombres que en nada se parecen a ninguno de los otros que pueblan la tierra: los hombres del mar. Para ellos el océano inmenso sigue teniendo rostro, como si de un dios antiguo se tratase. Se le venera, y a la vez se le maldice. Y nunca deja de temérsele. Solo cuando generoso regala de sus entrañas el pan de cada día, el rostro es el de una madre, y deja de ser el mar para convertirse en la mar.
Mi nombre es Marcelo Neiro. Mi hogar, y el de los Neiro que me precedieron, han sido las sombrías tierras gallegas besadas por el océano, a pie de los acantilados. Aquí hemos venido al mundo los de mi sangre, desde que se marchita el recuerdo. Y no sabríamos lo que es vivir alejados de estos parajes. Hombres de frontera fueron los de mi familia, siempre con un pie a cada lado, levantando el hogar en tierra, dejando la vida en el mar.
Luciña, la centenaria, cuenta las historias de esos hombres. Son historias que siempre terminan con un barco que nunca regresa a puerto. Las cuenta al amor de la lumbre, mientras prepara un ungüento para protegerse del mal de ojo que dice que echamos aunque no queremos; y termina su historia sin haberse olvidado de pronunciar la palabra más temida por todos los hombres de mar.
Naufragio.
Soy el último de mi estirpe. Puedo asegurarlo. Desciendo de una única rama familiar que se ha perpetuado a lo largo de los tiempos de varón en varón. Siempre por medio de un único vástago. Hasta llegar a mí.
Y como todos los Neiro que uno a uno fueron sucediéndose con el correr del tiempo, llevo pegado a mi espalda un pálpito maldito. El estigma de los de mi sangre ha sido el de no morir en tierra, no hay una sola lápida en toda la comarca con el apellido Neiro grabado en la piedra. Bajo los pies de los míos se han ido a pique naves que hoy son cementerio de hombres en las profundidades. Por ello nuestro nombre nunca se pronuncia en voz alta, se susurra, como si su sola mención fuera capaz de despertar a los muertos. Por ello jamás he tenido un amigo.
¿ Y qué podría yo negar? Ni siquiera conocí a mi padre. Fabiano Neiro partió a los grandes bancos de Terranova cuando su semilla apenas crecía en el vientre de mi madre. Se enroló en un barco extranjero, de tripulación extranjera, porque ningún paisano, por muy valiente que fuera, se hubiera atrevido a embarcar en nao alguna que llevara a un Neiro a bordo.
Jamás volvió a saberse de ese barco.
De mi madre recuerdo los largos paseos por los acantilados, en su compañía, cuando yo era niño. Solíamos pasar la tarde en Finisterre. Allí, en el último extremo del cabo, mi madre se quedaba en silencio, de pie, mirando al mar hacia el horizonte. Horas y horas. Yo no comprendía.
Cuando se apagó en su pecho la última esperanza, y vio que era yo ya hombre para valerme por mí mismo, mi madre marchó un día sola a los acantilados, y se arrojó a las rocas. Y desde entonces ya solo espero y temo el día en que habré de embarcar, para cumplir con mi suerte. Con la suerte de los míos.
Vivo en una casa solitaria, cerca de los acantilados. Construida por mi abuelo, Eladio Neiro, encima de las ruinas de otra casa que fue el hogar de su propio abuelo. Es casi un cobertizo, el triste y humilde refugio de un pescador. Hay una mesa coja, dos taburetes, un jergón que hace de cama, y una chimenea. Poco más. Detrás de la casa se ve un pequeño cementerio familiar, cruces de piedra torcidas bajo las cuales solo reposan mujeres. Allí, no plantadas por mano alguna, crecen rosas enzarzadas y llenas de espinas.
Por la noche, cuando casi era un niño y ya estaba solo, el sonido de las olas rompiendo abajo, en las rocas, me acompañaba. No podía escucharse nada más.
Fui creciendo, como lo hace todo el mundo, sin apenas darme cuenta.

Pasados los años, el martes de Octubre que hacía yo la treintena, encontré una mujer de ojos tristes, de pelo lacio y oscuro. Iba caminando por el sendero de piedras que sale del bosque y deja a un lado los hórreos. Y llevaba ortigas en la mano. Cuando pasé a su lado me miró muy fijo, y luego se puso a seguirme los pasos, hasta llegar a mi casa, cerca de los acantilados.
Consuelo Saldaña era y sigue siendo su nombre. A pesar de que su familia, entre sollozos, trató de apartarla de la horrible desdicha que suponía unirse a un Neiro, a pesar de que yo mismo luché por su bien y traté de alejarla de mí, Consuelo aceptó su mala ventura. Y desde entonces también espera y teme el momento de verme embarcar para cumplir con mi suerte.
Tres años después, una noche de niebla, al volver a casa, la encontré a ella, a mi mujer, sentada a la lumbre con las manos en el regazo. Miraba al fuego con los ojos perdidos, como si pudiera ver algo más allá. Al acercarme, buscó mi mano con la suya, que estaba fría como hielo, y sin apartar los ojos del fuego musitó sólo tres palabras. “Está en camino”.
Un nuevo Neiro llegaba. Era una señal. Decidí que cuando hubiera nacido mi hijo, y digo hijo porque varón sería con toda seguridad, buscaría yo un barco, y me haría por fin a la mar. Por primera y única vez. Tratando de acabar con ese funesto hado que mancilla nuestra sangre. Con la esperanza de derrotar al mar y poder regresar para acabar mis días en mi hogar, cerca de los acantilados. No se santiguarán tres veces las mujeres cuando se mente el nombre de mi hijo- me dije -, ni los hombres mirarán para otro lado cuando le vean pasar.
El sueño de mi vida. Ni más ni menos.
Vino un invierno terrible, de marejadas y tormentas. Las olas rompían en las rocas con ánimo de deshacerlas, y no hubo barco durante una larga temporada que pudiera hacerse a la mar. Ninguno salvo aquel que yo tenía en mente desde largo tiempo.
El barco de Tadeo el loco. El del viejo Tadeo, que ya en el último aliento de su vida seguía partiendo de puerto cada día para buscar al hijo que se le cayó por la borda cuarenta años atrás, y que no dejaba aún de llamarlo a grandes voces, como si aquel se mantuviera todavía a flote esperando su ayuda.
Este pobre anciano era el único que me miraba a los ojos al pasar, a la par que saludaba con voz cascada: ¡Neiro! , antes de continuar su camino.
Pasadas las tormentas llegaron las nieblas.
Siempre vienen del mar. Y es por ello que cuando las brumas caen sobre la costa de la Muerte es como si los fantasmas de los que se tragaron las aguas volvieron como humareda a visitarnos. Y en esas noches se diría que pueden escucharse los gritos de aquellos que lucharon a muerte contra el mar, y fueron derrotados.
Hay mil historias de barcos perdidos en esas noches de calima. Y ninguna tiene final feliz.
Un día me sorprendieron las nieblas, cerca de Finisterre. Abajo, en los rompientes. No podía ver a dos pasos. La marea subía. De pronto me vino un olor a madera podrida, que es como dicen que olía en tiempos pasados después de un naufragio. Me envolvió un frío terrible, que no podía ser sino el que traen los muertos del otro mundo. Y cuando, nervioso, trataba de buscar la forma de ascender por una cortante, fui a tropezar con un cuerpo. El cuerpo de un muerto que la marea había empujado a las rocas.
Había sido un hombre. Joven. Tenía la angustiosa expresión de aquellos que mueren ahogados. Y su rostro estaba horriblemente amoratado. Con espanto fui a apartar la vista de esa ingrata visión, cuando algo me detuvo. En la frente del ahogado pude ver unas marcas que llamaron mi atención. Cicatrices. Me acerqué lo suficiente para cerciorarme de la naturaleza de tales marcas.
Eran en realidad letras.
Cinco letras mayúsculas que formaban una palabra.
NEIRO.
Se apoderó de mí entonces el pánico. Una locura extraña que me dio fuerzas para escalar las rocas y huir a toda prisa de aquel lugar. A duras penas encontré el camino de mi casa, ya de noche. Llegué exhausto, con el horror pintado en la cara. Consuelo se acercó a mí. Yo no tuve fuerzas para ocultarle lo que había visto. Me arrodillé y besé el vientre donde crecía nuestro hijo. Después Consuelo se apartó y fue hacia la lumbre.
“Ellos te están llamando”, dijo. Y escondió el rostro para que yo no la viera llorar.
Me volví taciturno. El funesto encuentro borró de mi rostro la escasa alegría, dejando mi ánimo destemplado y lleno de sombras.
Busqué a Tadeo y hablé con él. Lo encontré menos loco de lo que todos creían. Aunque seguro de acompañarme.
En cuanto el día en que mi hijo iba a ver la luz se iba acercando se apoderaba de mi un hálito fatal. Tenía el convencimiento pleno de que no iba a regresar de la travesía que proyectaba, pero, como muchos reos de muerte, sentía la necesidad de que la sentencia fuera cumplida cuanto antes. Ya no esperaba nada más.
La niebla seguía apoderándose de Finisterre. No quise regresar.
Consuelo salió de cuentas el último viernes de Febrero. Fuera de la casa soplaba el viento con una fuerza inaudita. Mi suegra, acompañada por Luciña, apareció en nuestro hogar por primera vez en su vida. Lista para atender a Consuelo. Yo me quedé fuera.
La noche fue terrible. Una de las largas vigilias en la costa de la Muerte. El parto se complicaba, y yo tenía que contenerme para no irrumpir en la casa, ante los desgarrados gritos que profería Consuelo. Mientras tanto, el viento se calmó, pero por el contrario una niebla espesísima que venía del mar comenzó a rodear la casa. El corazón me latió con fuerza. De repente me vino a la cabeza la visión de ese rostro amoratado, con mi apellido marcado en la frente. Y ya no conseguí apartar esa imagen de mí mientras duró la noche.
Fue por fin, al despuntar el día, cuando vino al mundo Salvador Neiro. Lo supe por el grito de mi mujer, que ya no fue de dolor.
Entré adentro como movido por un impulso irresistible. Y me encontré cara a cara con mi hijo, que mi suegra sostenía en brazos.
Muerto.
Estaba muerto. Ahogado. Con el cordón alrededor de su cuello. Tenía el rostro terriblemente amoratado, y la misma expresión, ¡ la misma!, que aquel cadáver de las rocas. A pesar de ser solo una criatura.
Por un segundo le faltaron fuerzas a mis piernas para sostenerme. Quise abandonarme a la locura, pero Consuelo gritó mi nombre y eso me salvó. Acudí a ella, y la rodeé con mis brazos cuando se desvanecía.
Ella es fuerte, saldrá de ésta- dijo Luciña -, pero su vientre quedará seco.
Marcharon las dos viejas a enterrar lejos al desdichado ser que no por capricho quisimos llamar Salvador. Yo me quedé velando el sueño de mi mujer, que dormía agotada.
No creo que existan las palabras que puedan definir lo infinitamente nefastos que se tornaron entonces mis pensamientos.
Tal y como siempre había presentido, yo era, e iba a ser, el último.
No tenía la menor esperanza.

Ya va a caer la tarde. Dejo descansando a mi mujer en el jergón que ha sido nuestro lecho. Beso su frente y marcho, cerrando suavemente la puerta.
Encuentro el día sereno. La niebla se ha levantado, y aunque el cielo está sombrío, casi no corre el aire.
Sentado al lado de la puerta, me espera Tadeo, con un cigarro grasiento entre los dedos. Al verme se pone en pie sin decir palabra. Echo un último vistazo a mi hogar y me marcho. El viejo y yo tomamos el camino de piedra que sale del bosque y deja a un lado los hórreos. Seguimos por los acantilados, sin que ni un alma se tropiece con nosotros, y por fin bajamos hasta la ensenada donde mi compañero tiene su casa. Allá, bien amarrado a una roca, fondea un pequeño barco de pesca, casi una barca. Por la playita hay aparejos de pesca tirados de cualquier manera: nasas y cañas. Tadeo no les presta atención. Con un gesto me invita a embarcar. Yo subo al barco, decidido.
El motor gruñe de puro viejo cuando el pescador le obliga a despertarse. Cuando por fin responde, un suave traqueteo empuja trabajosamente al barco, fuera de la ensenada.
Parto.
Tadeo pone rumbo a mar abierto, hacia la raya del horizonte.
De pie, en la popa, me giro para mirar a tierra mientras el barco se va alejando de puerto poco a poco.
Pronto será de noche. La línea de la costa de la Muerte va a desaparecer de nuestra vista devorada por la niebla. Solo la última punta del cabo de Finisterre desafía la bruma. Allí están clavados mis ojos. Y una amargura infinita traspasa cruelmente mi corazón cuando distingo sobre las últimas rocas la blanca y estática figura de una mujer de cabellos oscuros y lacios que juraría me está mirando.
Ni ella ni yo levantamos la mano en señal de despedida.
Y cuando el barco, lentamente se va alejando más y más, Consuelo desaparece de mi vista, ya para siempre. La más insoportable de las tristezas aprieta como un nudo en mi garganta.
Como una minúscula quebrada en el horizonte lo último que puedo ver es ese lugar que antaño bautizaron con el nombre del fin del mundo. Pienso en las palabras de Luciña, la centenaria, cuando sentenciaba muy seria aquello de que un mundo comienza donde termina otro.
Palabras ominosas.
Pienso en ello, sin que de ninguna manera me sirva de amparo, cuando ya desaparece de mis ojos el tajamar más extremo, la más atrevida punta de tierra, los quebrados y firmes rompientes.
Y me despido de esa tierra con los ojos turbios de lágrimas no vertidas, sin acabar de entender de donde surge esa irresistible fuerza que alienta en el corazón de un hombre obligándole a hacer aquello que sabe que debe hacer.
Aunque no lo desee en absoluto.
Este barco sigue y sigue hendiendo blandamente las aguas, alejándose, mientras cae la noche. Yo sé muy bien donde me lleva.
Apartándome de esa hermosa frontera que fue mi patria, un lugar que cuyo nombre parece que lo dice todo.
Quizá porque nunca tuvo ni tendrá otro.
Finisterre.

Texto agregado el 03-02-2006, y leído por 122 visitantes. (0 votos)


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