La costa más septentrional de Noruega , ya dentro del círculo polar ártico, es sin duda una de la regiones más inhóspitas del globo. Una costa gris poblada por cientos de pequeñas islas e islotes, un archipiélago áspero como canto de sierra. Falguf es uno de esos islotes, aquel que más osadamente se aleja de los acantilados. Su forma recuerda a la de una mano , una mano cuyo dedo índice señala con implacable insistencia al mismísimo polo norte.
7 de diciembre: después de incontables penalidades llego a Falguf a bordo de una sencilla barca de remos. Amarro el pequeño esquife y asciendo, no sin esfuerzo, por los rompientes, hasta encaramarme a la planicie alta del islote.
La impresión es honda. No me cabe en la cabeza la idea de que pueda existir en todo lo ancho del mundo un lugar más triste y desangelado que éste.
Una pequeña exploración. Descubro en la parte más alta del islote las ruinas de lo que, a mi parecer, debió ser en tiempos algo parecido a un faro. Un faro vikingo. Se trata de una tosca estructura de planta circular formada por piedras apiladas con poca pericia y que muere a la altura de un hombre. El único punto de la isla que ofrece refugio contra la ventisca que azota ferozmente esta costa.
Más allá, hacia el espolón que yo quería confundir con el dedo índice de una gigantesca mano, me acerco para investigar la naturaleza de otra acumulación de piedras sobre la tierra de Falguf. Con estupor descubro que se trata de una sepultura. Un buen montón de cantos a modo de túmulo funerario sobre los que descansa una piedra ancha y plana. En ella alguien con trazo nervioso, a punta de cuchillo, dejó escritas unas palabras que apenas ahora se leen.. El idioma seguramente es el noruego, y sin miedo a equivocarme yo diría que en esa piedra está grabados los nombres de tres hombres, junto con una palabra que bien podría ser “marineros” u “hombres de mar” y una fecha que a fuerza debe ser la de su muerte o enterramiento. Nada más.
Poco más que ver en Falguf. Hierba rala, acantilados blancos. Paisaje desnudo y yermo.
Impresión de soledad cercana al todo absoluto. Mi única compañía es la de esos tres desgraciados náufragos que descansan bajo el túmulo.
8 de diciembre: Me he acomodado mal que bien en el islote, haciendo del faro ruinoso mi cuartel general. Mi aprovisionamiento es sencillo, el justo para sobrevivir y poder presenciar lo que está pronto...
Paso la mayor parte del tiempo observando el cielo. Esperando.
La resaca ha desprendido el suave amarre de mi barca, que se pierde mar adentro. Ineludiblemente se hará trizas contra los arrecifes. Me siento como un prisionero, encerrado en una celda sin techos ni paredes. De cualquier manera, la desaparición del bote no me causa gran congoja, ya que no tengo la menor intención de abandonar la isla.
9 de diciembre: Ansia. Inquietud. Nada ajeno a la lógica del tiempo y el lugar sucede.
Y esto es precisamente para mí lo verdaderamente extraño, lo que se me antoja antinatural. O dicho con retruécano: es la normalidad lo que en estos precisos momentos resulta más “anormal.”
Hacia la hora del mediodía descubro que no soy el único habitante de la isla. Hay una rata. No puedo imaginar como puede haber llegado hasta aquí, pero constituye una presencia indeseable. Por ahora se entretiene correteando de un lado para otro de la isla, mordisqueándolo todo. A mí parece querer evitarme, lo cual es de agradecer.
10 de diciembre: No cabe duda de que la angustia es uno de los sentimientos más torturadores. Tanto, que a veces la certeza y consumación de la desgracia que presagiaba esa angustia es incluso más llevadera. Me pregunto por qué mis temores no se confirman de una vez. Soy presa de la impaciencia, y eso que no puede haber nada peor que lo que yo espero.
Para colmo compruebo que hay más ratas en la isla. Cuatro o cinco.
Ni que decir tiene que mirarlas no contribuye en lo más mínimo a apaciguar mi estado de ánimo.
11 de diciembre: ¡Ha comenzado!. Es el principio.
La temperatura se ha elevado 19 grados centígrados, ¡durante la noche!, una observación que no deja lugar a dudas.
Y el mercurio sigue subiendo...
Por la tarde la aguja del barómetro se agita en un baile frenético. Cualquiera diría que sobre la isla está a punto de desencadenarse una furibunda tempestad, sin embargo no hay una sola nube en el cielo, y la permanente ventisca ha desaparecido completamente. La ausencia de corrientes de aire es absoluta.
Al caer la noche la temperatura continua en ascenso, aunque de forma menos brusca.
12 de diciembre: No tengo frío. Durante la noche se ha producido otro increíble salto de 16 grados centígrados. Inexplicable.
El aire se hace más denso a cada rato.
Constato la certeza de mis temores. La sospecha de la catástrofe que ha de desencadenarse me lleva al abatimiento. Es la indefensión lo que más he temido siempre.
No es concebible la magnitud de las fuerzas que hacen desplazarse a los astros por el universo. Si el cúmulo de esas fuerzas se abate sobre nosotros, no hay sombra ni asomo de resistencia.
Estamos condenados. Ni más ni menos.
13 de diciembre: Me veo obligado a desprenderme de la ropa de abrigo. Sobre mí, un inmenso cielo azul. Azul pálido y brillante a la vez.
Con disgusto y horror compruebo que la presencia de ratas en la isla es ya abrumadora. Vienen de la costa continental, las he visto salvando a nado la distancia entre islote e islote, algo que yo no me atrevería a hacer por puro temor a los mortales arrecifes. Si su número sigue creciendo y la necesidad les impulsa, podrían lanzarse sobre mí. Por ahora se muestran apacibles, amontonándose tranquilamente sobre el túmulo de los náufragos noruegos. Lo único positivo de su llegada a Falguf es el trabajo que me procuran. Vigilar su conducta, observarlas cuando ellas me observan a mí, estudiar la manera de responder a un presumible asalto... Todo ello son tareas que distraen mi alma del peso de la fatalidad que presiente, haciéndome más llevaderas las largas horas de espera en este olvidado rincón del mundo.
14 de diciembre. Paseo por la isla pendiente de cualquier cambio, el termómetro en una mano, el barómetro en la otra. Un negro pesimismo enturbia mi alma. La certeza absoluta de que nada se puede hacer es demoledora para mi ánimo, así como la aceptación de mi propia insignificancia.
Me pregunto una y otra vez cómo se vivirá todo esto en las grandes ciudades, en esas indecentes urbes donde se concentran millones de almas, esas masas frenéticamente activas, y siempre tan volubles, tan prontas a furias y pánicos incontrolados... Es pasmosa la insistencia con la que nos agarramos a este mundo, muchos querrán apurar el último sorbo esperando que aún quede alguno en el vaso... Pero es inútil.
Todo está perdido.
15 de diciembre: Continúa el asalto, la conquista: una legión de ratas invade la isla, ignorándome por el momento. Observo, no sin aprensión, como las excita el túmulo, como olisquean nerviosas y curiosas entre las piedras.
De madrugada, como viene ocurriendo, la temperatura aumenta. Lo más asombroso, no obstante, es contemplar esta noche sin luna. Lo digo, porque ayer culminaba la fase de cuarto creciente. La luna debería lucir grande y hermosa a estas horas. Pero es inútil intentar cubrir la desnudez del cielo. El eterno e inseparable satélite no se deja ver. Dicho en palabras llanas, la luna no está. Ha desaparecido.
Un fenómeno que me deja absolutamente perplejo. Imposible dormir.
Por la mañana el mercurio alcanza la raya de los 22 grados centígrados. Una locura absoluta en estas latitudes y en esta época del año.
Resignación. Aborrezco renunciar a mi espíritu racional, tener que aceptar el reino implacable del caos. Nada tiene el menor sentido.
Olvidaba apuntar que continúa la calma total, y que sin embargo la aguja del barómetro persiste en su alocada danza.
Se me llena la cabeza de preguntas, y termino por constatar que esa es la materia de la que se nutre el miedo: las preguntas sin respuesta.
El mar emana un olor intenso, aunque inocuo, huele a algo así como azufre, y advierto que su nivel ha subido. El agua se diría que adopta un estado semiviscoso, o esa es mi impresión.
Las ratas cubren la isla como un manto. Podrían devorarme vivo si quisieran, pero esa no parece su intención. Se muestran dóciles, casi respetuosas conmigo, se van apartando de mi camino cuando paso, dejándome sitio en la hierba. Me he encaprichado de la idea de que ellas comprenden lo que está sucediendo al igual que yo, y que han decidido compartir estos últimos días conmigo.
Lo que no deja de inquietarme es la peculiar fascinación que el túmulo ejerce sobre ellas, se agolpan unas encima de otras tratando de apartar las piedras que cubren la fosa...
16 de diciembre: El aire se vicia de olores intensamente sulfurosos provenientes del mar.
En el cielo reina un sol terco e implacable como un tirano.
Calor.
17 de diciembre: Hoy presencio el más inverosímil y desosegador de los fenómenos. El mar ha dejado de ser agua, no me engañaban mis impresiones de días anteriores. El piélago es ahora una sustancia gelatinosa, con la consistencia suficiente como para permitir que los livianos animales que son las ratas puedan correr ligeramente sobre su superficie. He bajado hasta la orilla, tratando de imitarlas, pero solo he conseguido hundirme hasta las rodillas. Vuelvo al interior del faro, sin dudar ni un instante sobre el destino que puedan haber corrido las miríadas de criaturas que hasta hoy poblaban generosamente los océanos.
Esta noche la oscuridad es completa. Las estrellas que lucían tan hermosas anoche han desaparecido también. El cielo es un inmenso manto negro. Escribo estas palabras a la luz de una linterna. Atraídas por el destello amarillo, docenas de ratas se agolpan en la puerta del faro.
Y es triste no escuchar el sonido de las olas rompiendo en los acantilados.
18 de diciembre: Apenas he dormido. Me siento débil, mareado, desquiciado. Mis oídos sufren debido a un zumbido indescriptiblemente agudo y penetrante que de repente ha surgido de las mismas entrañas de la tierra.
He perdido dos uñas de mi mano izquierda, se han desprendido limpiamente, sin apenas yo notarlo.
El calor hace tiempo que dejó de ser tolerable. Me he ido desvistiendo poco a poco. Si alguien me viera ahora, me tomaría sin duda por un naufrago. Con el pecho desnudo y los pantalones raídos.
Las ratas forman erguidas y quietas, como reclutas bien entrenados, con sus ojos rojos clavados en el norte.
Creo entender. Ellas si duda debieron intuir el aumento de temperatura, y marchaban por tanto hacia el norte, hacia el polo, huyendo del calor. Ahora podrían continuar su viaje, pero este mar de gelatina las intimida.
El interior del faro se ha convertido en santuario para mí. El único lugar de toda la isla donde puedo poner el pie sin pisar una rata.
Hacia el mediodía., el cielo, teñido de un verde alimonado, se cubre de bandadas de cisnes que llegan desde el sur. Es una pesadilla observar el vuelo de esos miles de aves, contemplar como surcan el cielo volando hacia atrás, en el sentido contrario a su naturaleza, en el sentido contrario a toda lógica, batiendo las alas con sus largas patas señalando el destino a modo de morro de avión, arrastrando pesadamente los largos cuellos que quedan detrás...
Hace dos días que no pruebo bocado alguno. El zumbido insidioso del que hablaba ataca mis oídos hasta el punto de producirme un náusea intolerable. Lanzo a las ratas la magra reserva de alimento que aún conservaba. Tampoco ellas comen nada.
Ahora mismo podría ser 19, 20 ó 21 de diciembre. El sol dejó de ponerse el día 18, y mi reloj se paró a las 13 : 54 , con lo cual he perdido la noción del tiempo. En cualquier caso, si la tierra ha dejado de girar sobre su eje, el concepto físico de lo que llamamos “día” ya no existe.
El sol parece clavado en el cielo. Y desde allí vomita fuego.
El calor aumenta cada minuto, cada segundo. Ya no puedo salir del faro. Aquí me quedaré hasta el final...
Me siento enfermo. Antes he conseguido dormir un rato y he despertado con un sabor acre en el paladar. Estando tumbado sobre un lado, una gota de sangre se ha deslizado desde mi oído hasta mis labios. Un patético alivio para mi boca, que no recuerda cuando probó el agua por última vez.
Me asusta mirar a mi reloj. Querría una explicación: ¿cómo es posible que los números que ocupaban la esfera analógica hayan variado limpiamente de posición? Por ejemplo: La cifra 4 se encuentra en el lugar que debería ocupar el número 12. Observando más detenidamente reparo en que sólo el 5 está en su debido lugar, aunque he de tomar esto como una casualidad.
El marco digital muestra una hora absurda: las 31:83
Más tarde me sorprendo a mí mismo embarcado en la tarea de contar todas la ratas que alcanzo a ver desde el faro. Parto de un punto de la isla, que mi vista fija al azar, y me lanzo al arduo recuento. Pero hay tantas ratas, y están tan apretadas, que me confundo fácilmente, con lo cual me veo obligado a comenzar una y otra vez. El hecho de entregarme ávidamente a pasatiempos tan absurdos no es sino un claro indicativo de lo lamentable de mi estado actual.
Compruebo resignado que he perdido otras tres uñas.
Le estoy dando vueltas a una idea, a una conclusión que dadas las circunstancias nadie podría tomar con desdén. Se trata del castigo. Y me viene a la cabeza el mito de Prometeo.
La suerte de los que desafiaron a los poderes más altos.
Somos culpables de todos los males del mundo, pero ¿merecemos esto?
Y no temo un lento y progresivo sucumbir, pienso en un planeta consumido por las llamas como la víctima propiciatoria de un descomunal holocausto...
Mis oídos... torturados... Los tapono con lo que puedo, con barro, con pedazos de tela arrancados de mi ropa...Es inútil, no puedo librarme del padecimiento que me causa ese agudo zumbido que cada vez se asemeja más a un lamento fúnebre, al canto de cisne de un mundo sentenciado, de un mundo que llora su suerte.
El tiempo se acaba. No sé como llegado a este punto puedo aún conmoverme, pero lo cierto es que se apodera de mí una gran tristeza viendo morir a las ratas, mis únicas y fieles compañeras en estos amargos días. Una a una se van apagando, y se quedan quietas, muertas. Hasta el último momento se niegan a invadir mi refugio, el interior de la torre, donde al menos escaparían de la furia de los rayos del sol. Sólo una de ellas, en el linde de la puerta, me mira con unos ojos que se dirían suplicantes. No hay forma humana de distinguirla de sus compañeras, pero se me antoja pensar que es la primera que llegó a la isla. Me inclino sobre un lado, estiro el brazo, y enseguida está a salvo dentro.
Francisco de Asís y la hermana rata. Desvarío....
De repente no siento dolor, todas mis múltiples molestias se han apaciguado, pero no me alegra, porque en realidad no siento nada, ni siquiera el tacto en mis manos. No sé como puedo escribir. Me llevo el índice a la boca y lo muerdo cruelmente, hasta el hueso, hasta ver brotar profusamente la sangre.
Esfuerzo inútil, ni siquiera he notado una tibia presión de los dientes.
Se acerca el fin.
La tierra está temblando.
El zumbido lo inunda todo, mis tímpanos van a estallar...
Mantengo la cordura suficiente para no elevar la vista al cielo, sé que mis ojos no podrían soportar un contacto directo con la insoportable luminosidad que se abate sobre mí.
Respirar es un esfuerzo abominable. El aire arde en mis pulmones...
Un momento... ¡hay alguien ahí fuera! Sí, no me engañan mis ojos. Dos, tres figuras. Han surgido del túmulo. Veo con dificultad sus rostros. Con espanto inmenso advierto el estado de esos hombres..., sin ojos en las cuencas, con la piel pudrienta colgando de huesos amarillentos. No hay conjetura posible, son los marineros noruegos enterrados en el túmulo, ¿quién si no? Caminan dando tumbos sobre los humeantes cuerpos de las ratas, y diría, ¡diría que se dirigen hacia el faro..! Pero, ¿qué ocurre ahora? ¿Qué está ocurriendo...? ¡Se oye un grito indescriptible, un solo grito salido de millones de gargantas... Llega el momento, el sol, con una furia imparable se abalanza sobre la tierra para fundirse con ella en un postrer abrazo. Mi amiga la rata se aprieta contra mi pecho. Su vida termina.
Ya no puedo respirar. Arde la hierba, arde la torre, mi pecho se va a romper...
NOTA DE PRENSA
Noruega, REUTER.- Continúa sin ser identificado el cadáver encontrado en un islote de la costa norte del país, a unos 200 kilómetros de Hammerfest. Al parecer podría ser el de un hombre, de entre veinte y treinta años de edad, con los rasgos de un europeo de la zona mediterránea. Según el forense, el cuerpo, medio desnudo, fue hallado por casualidad, y debido a las temperaturas extremadamente frías de esa región, en buen estado de conversación. Lo más interesante del caso, no obstante, es que junto al finado fue hallado un cuaderno, donde a modo de diario, este hombre relata su estancia de varios días en ese islote noruego. Apenas son unas notas, escritas en una abigarrada mezcla de cinco idiomas distintos, incluido el latín, pero han bastado, una vez traducidas, para causar el asombro de todo este apacible país escandinavo. La narración es la de un alucinado, la de un paranoico de proporciones titánicas, un individuo inmensamente solitario, que cree estar asistiendo ni más ni menos que al mismísimo fin del mundo, el cual describe de forma pintoresca y delirante. Asegura pernoctar en las ruinas de un faro vikingo, cuando en el islote, que él bautiza como Falguf, no existe sino un conjunto de piedras agrupadas de foma caprichosa por la naturaleza en forma circular. También hay un montículo rocoso que sólo con gran imaginación podría confundirse con alguna especie de túmulo funerario. Y ni una sola rata en toda la isla.
Consultadas fuentes renombradas, se nos asegura que sólo los estados más penosos de la mente, cercanos al colapso cerebral, permiten el alumbramiento de alucinaciones tan formidables como las relatadas por este individuo. Se habla un síndrome de complicado nombre que afecta al cerebro produciendo los efectos del consumo del peyote mejicano, pero manteniendo intacta la capacidad de raciocinio del enfermo. Los afectados por este complicado mal se contarían apenas por decenas en todo lo ancho del mundo, y en cualquier caso hablaríamos siempre de personas terriblemente solitarias. Pero esto podría ser solo una hipótesis...
En definitiva, nos encontramos ante uno de esos sucesos que atraen la atención de todo un país durante un tiempo, para luego, poco a poco, ir siendo olvidados por un público ávido de nuevas morbosidades. En lo que concierne al asunto del que tratamos, y pese a las peculiaridades del mismo, no es difícil suponer que su destino va a ser acabar cayendo en el más absoluto de los olvidos.
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