Yo tenía diecinueve años. Y no era el más joven.
Embarcamos en un puerto de Inglaterra que bullía de actividad. En el muelle, los soldados formábamos largas filas. Una legión imberbe vestida de verde botella. En silencio, bajo una lluvia fina y persistente los hombres iban subiendo en procesión a los barcos y decían adiós al país de la campiña esmeralda.
Camino de la costa de Normandía, la armada era un mar sobre otro mar. Un mar de acero gris, miles y miles de barcos con las bodegas repletas de hombres que no lo eran aún. Una hueste de niños armada hasta los dientes, ignorante e inocente.
Yo estaba lleno de inquietud. Con los ojos hambrientos buscaba la cara de mis compañeros, tratando de encontrar en su mirada la misma chispa de angustia que sabía prendía en la mía.
En la bodega los hombres charlaban para matar la ansiedad. Risas nerviosas y palabras altaneras haciéndose humo en la boca. Como credo, el acuerdo tácito de no fallar al compañero. Y al consumirse las horas, miradas ávidas buscando oficiales. Estrellas y galones que infundieran confianza.
La orden de ocupar las lanchas de desembarco llegó cuando era noche cerrada. Descendimos por las redes de cubierta, lenta y pesadamente. Un fusilero perdió apoyo, y fue a caer con mal pie, partiéndose una pierna. Cuando se lo llevaban, tragándose lágrimas de dolor, pedía disculpas por no ser de la partida.
Éramos treinta. Un pelotón de una compañía de un regimiento de una división . Ninguno de nosotros, incluido el teniente, estábamos curtidos en combate alguno. A mi lado, el fusil me miraba receloso, apenado de verse en manos tan cándidas.
Nos tocó una barcaza que era una caja tosca de hierro. Al soltar amarres y caer al mar, empezó a balancearse con la mar revuelta. Íbamos cargados como mulas, fue fácil perder el equilibrio. Muchos nos dimos de bruces contra el suelo, arrastrando a los compañeros. Los guerreros que debían ganar las playas patinaban revolcándose por el suelo de las lanchas. De poder vernos, habría sido grande el regocijo del enemigo que afilaba el cuchillo en las playas de Francia.
Enseguida el balanceo del barco se nos subió a la cabeza, y martirizó nuestras tripas. Una ola tras otra saltaba por encima de la barcaza, y el agua, al hacerse espuma, barría el suelo mezclándose con vómito y saliva.
En mi recuerdo están las horas de horrible espera . En la negrura de esa noche sin luna yo solo podía ver la espalda del soldado alto que tenía delante. Lamentando mi falta de arrojo, pensaba: “cuando pisemos la playa voy a pegarme a esta espalda” Imaginaba, en mi somero conocimiento de las cosas de la guerra, un cuerpo de hombre haciendo veces de muralla de piedra.
El agua que calaba de frío, los hombros enrojecidos por el peso que pujaban, la cabeza dando vueltas dolorida... El viaje en la barcaza agotaba los nervios. Una voz hastiada arremetió: “nada puede ser peor que esto”. Asentimos con esperanza.
El amanecer despertó con un sobresalto. Un estruendo atronador, no muy lejos a nuestra popa, hizo que nos agazapáramos como conejos. Mi pensamiento fue que el enemigo atacaba la flota. El teniente nos sacó de dudas. “Son nuestros acorazados disparando contra las defensas del enemigo en la playa” El fragor de la cañonería descargando fuego sobre la costa de Normandía cumplía una promesa. La marina batía los fortines enemigos de la muralla costera.
Cuando la descarga finalizó, llegó el silencio. La calma chica que precede al temporal. El asalto era inminente. Entonces se oyeron voces desde otras lanchas. Órdenes. El marinero que guiaba nuestra barcaza la llevó a ocupar una posición de vanguardia. Mi pecho latió frenético.
Finalmente , el teniente , sobre aviso, escupió “¡Adelante!” con la voz templada. El motor de la barcaza rugió alterado al responder y enfilamos velozmente hacia la costa.
Me encogí, abrazando el fusil, apretando los dientes, masticando el miedo.
Era la hora. La hora.
Llovía. Al acercarnos al punto de desembarco, recuerdo con espanto el estruendo afinado de las explosiones. La artillería enemiga se revelaba, la playa no había sido despejada. Miré al marinero guía, que estaba en popa en posición elevada. Clavaba los ojos en la playa, donde los hombres de las primeras lanchas desembarcaban. El semblante le mudó de color, y se pintó en él toda la expresión del horror y la incredulidad.
El viaje llegó a su fin antes de alcanzar la orilla.
El teniente gritó una orden, la rampa bajó.
Y los círculos del infierno abrieron sus puertas para nosotros.
En un segundo el sargento de mi escuadra, que había saltado el primero, fue alcanzado. Una ráfaga segó su vida, cortando carne, astillando hueso. Balas carniceras partieron su alma y su cuerpo. Cayó muerto en dos pedazos, como tronco seco atacado por el hacha. Regalando su sangre a chorros.
Lo vi tan claro como me lo mostraron mis ojos, abiertos de par en par . E inmediatamente me convertí en un hombre.
Se nos venía encima un aguacero de hierro ardiente. Metralla, fuego de fusilería y de ametralladoras. Mis compañeros caían fulminados, sin un quejido. Recibían la muerte y entregaban el espíritu antes de besar el suelo.
Se cebaban con nosotros.
El teniente nos gritó que saltáramos por la borda.
Sólo el terror me dio fuerzas. Caí pesadamente. No hacía pie. Angustia... El fusil y la mochila me arrastraban al fondo, los abandoné para poder sacar la cabeza y respirar. El agua suspiraba al hendirla las balas.
Por doquier flotaban cuerpos mutilados. Mi mano temblorosa apartó una cabeza limpiamente cercenada que se ponía en mi camino. Mis botas pisaban los cuerpos de los ahogados, pegados al fondo.
La orilla estaba lejos. Llegué perdiendo el aliento. Allí el cuadro era obsceno y cruel. Vi vehículos blindados devorados con gula por las llamas. Escuché los gritos de los heridos, el tableteo de las ametralladoras, las explosiones que salpicaban a los hombres de negra sangre y blanca arena...
Y los muertos no yacían como difuntos inmaculados con las manos sobre el pecho. No les habían robado la vida tiernamente. Se les mataba con la peor saña. Reventados, quemados, desgarrados, mutilados...
Los que respirábamos enloquecíamos por huir. Urgía apartarse de las ráfagas asesinas, hurtar el cuerpo a las balas que silbaban como serpientes buscando dónde morder...
Un cadáver cubría una de las cruces retorcidas de acero sembradas por el enemigo. Blanco como la leche. Fue mi parapeto. Abrí la boca para beber aire. El horror que estaba presenciando me traspasaba como un hálito frío en el pecho. Me sentía tan desvalido como un recién nacido, preguntándome sin remordimiento qué hacía yo ahí.
Girando la cabeza a un lado y al otro, era testigo de cómo un regimiento entero se hacía migas como las olas al topar con un rompiente.
Una voz desgarrada llamaba con desconsuelo a una madre. Los sanitarios gateaban buscando a los que suplicaban morfina. No había piedad ni tregua. A cada momento los hombres caían.
En mi paladar, el sabor salado del sudor, la sangre rancia y el agua marina.
Un carro de combate alcanzó penosamente la playa. Algunos soldados corrieron a protegerse detrás de él, pero el monstruo metálico fue abatido antes de erguirse sobre la arena para hacer un solo disparo. La artillería se ensañó con él. Un par de impactos perfectos lo pararon en seco. Ante mis ojos el carro chirrió quemado y retorcido, y sucumbió vomitando humo negro. Nadie salió de su interior.
Me salpicaron fragmentos diminutos de metralla, como gotas punzantes de rocío, arañándome el cuello y la mandíbula. Me envolvía una bruma de inconsciencia que me enturbiaba la mente. Hasta que una voz pudo despertarme. Alguien pronunciaba mi nombre.
A diez pasos, medio oculto en un embudo de mortero, el teniente quería saber si estaba de una pieza. Asentí sin tenerlas todas conmigo.
Apenas era mayor que yo. Enjuto y estrecho de hombros. Parecía un niño.
El tiró de mí. Se arrastró hasta mi posición y agarrándome del brazo me sacó de la trituradora de hombres que era la primera línea de playa. Avanzamos. Un puñado de soldados nos siguieron jadeando como perros asustados. Los heridos nos vieron partir llorando su suerte, en la única esperanza de ser rematados con limpieza. El dolor se los comía.
Empapados de agua y de miedo corrimos con pesadez sobre la arena hasta el talud que ofrecía cobijo. Pegando la cara a él caímos exhaustos. La tormenta de balas nos perdonó para irse a soplar a la orilla, arreciando donde nuevas barcazas descargaban carne fresca.
Apretando los dientes desafié a las ametralladoras homicidas, incapaces de matarnos guarecidos por la cuneta. Pero del cielo llegaron aullando los proyectiles de mortero. Detrás del terraplén a cada estampido le seguía un grito descarnado, y otro hombre se moría.
De puro miedo agachaba los ojos, por no provocar con mi mirada la ira de los matadores apostados en la colina. En la parte de la mente que razona siempre sola, todo me olía a derrota.
Bajo las aguas del canal mi fusil dormía mudo. Pero en la certeza de acabar en aquel día, no quería hacerlo con las manos vacías. Ni tierno como un cordero en la mesa del matarife. Quería hacer un disparo.
Un muerto me regaló su fusil. El arma cantó y la bala partió errante, a morir sin conocer el calor de un cuerpo, a estrellarse contra las rocas del risco.
Allá arriba los demonios de uniforme nos descansaban un momento. Invisibles. En los fortines, las bocas negras de la troneras eran las fauces de un monstruo, rugiendo con el martilleo de las armas automáticas. Cuando los servidores paraban a recargar, yo veía una bestia tomando aire antes de seguir escupiendo hierro.
El fuego, el ruido y el miedo imperaban. Pero nada como el lamento de los heridos que sabían que se morían sin remedio. Esas voces desesperadas se clavaban en el alma como una esquirla aguda. Agarrotando el valor de los soldados que asustados suplicábamos cualquier cosa antes que eso.
Ante nosotros, el alambre de espino retorcido como ramo de sarmientos, y el mortífero campo de minas, defendiendo el risco del asalto a modo de foso de castillo. Los corazones se helaban ante la dificultad. Pero a nuestra espalda los compañeros muertos nos gritaban.: ¡subid a la colina y matad al monstruo, o venid a las sombras para siempre con nosotros!
La voz metálica y autoritaria de un oficial de rango se elevó llamando a alguien por su nombre. Era un coronel entrado en años, con las sienes plateadas En el caos absoluto ejercía su autoridad. Un soldado pequeño, que no era de mi compañía, se arrastró hacia él mascullando una oración entre dientes. Cargaba pértigas explosivas.
El teniente estaba a mi lado. “Somos lo que queda del pelotón” ,dijo. “Cuando se abra el pasillo en la alambrada, correremos con estos hombres y tomaremos el risco en nombre de nuestros compañeros” Asentí con gesto manso, acariciando el fusil. Allá arriba en la colina estaba la bestia. No era valor, sino locura arrojarse alegremente a su abrazo. Pero había aceptado la muerte como inevitable, y prefería mostrarle la cara antes que recibirla de costado ó por la espalda.
Pensaba en mi madre. Y un nudo acerbo me apretaba la garganta. “Cuando sepa que he muerto...”
La pértiga liberó su carga explosiva con un estruendo sordo. Al lado de las alambradas una columna de arena se elevó, quebrando el suelo y deshaciendo el alambre. El pasadizo quedó abierto.
Con el valor de los que no esperan salvación, un puñado de hombres nos pusimos en pie, y cargamos, azuzados por el coronel de la voz autoritaria. Las serpientes silbaron de nuevo, mordiendo a tres soldados que cayeron para no levantarse más. Una de las balas patinó en mi casco, otra me arañó la mano pintando una estrella granate entre la muñeca y los nudillos. El teniente seguía si un rasguño. Iba siempre delante de mí, porque yo era toda su tropa. No tenía familia, así que tomaba todos los riesgos por protegerme. “Nadie me llorará si caigo” , repetía tristemente.
A pie de risco no había ángulo para el fuego enemigo. Pudimos respirar. Un soldado adolescente que había sido alcanzado en el camino se arrastraba para volver al terraplén. Balas solitarias pellizcaban la tierra a su lado. Querían matarlo de un solo tiro. Gritamos como locos, animándole a ponerse a salvo. Finalmente a un segundo de silencio le siguió el seco chasquido de un disparo de fusil, y ese disparo se llevó la vida del soldadito, que se quedó muerto boca abajo con los brazos en cruz, como un cristo abatido.
El campo de minas nos invitaba a entrar. Habríamos querido evitarlo, pero los muertos estaban detrás. Y ellos no dejaban de gritarnos. ¡Adelante, adelante!
Un hombre reptó, cuchillo en mano, para limpiar la arena y desenterrar las minas traidoras. Nos arrastramos tras sus botas de uno en uno. En silencio. Al llegar al pie de la pendiente, una explosión sorprendió a ese hombre que abría la marcha., lanzándolo por el aire. Con la mirada llena de ansia, el hombre vio sus piernas al otro lado del sendero. Después, resignado, nos hacía la señal de no detener nuestro ataque, cuando la negra muerte ya se lo llevaba.
Ascendimos de puntillas. La boca seca ,el corazón en un puño y el cuchillo entre los dientes. Con el único amparo del hombre que caminaba al lado.
El teniente descubrió un fortín, desde el que se hacía fuego sobre la playa Se acercó a rastras, y dejó caer una granada por el hueco de la tronera. Los demás llegamos a la carrera y descargamos nuestros fusiles metiendo el cañón también por la negra abertura. Como un dragón dormido, el fortín se quedo mudo y ya no escupió más fuego.
En la cima fuimos recibidos con rabia. Sobre las lomas unos hombres de uniforme gris y casco brillante tomaban posiciones para arrojar ira contra los que impertinentemente ponían pie en su plaza y les enseñaban los dientes.
Así vi al enemigo por primera vez. Y con asombro inmenso, descubrí que eran hombres. Les oía hablarse a gritos en su lengua.
Nos dejamos caer en una trinchera abandonada. Allí castigaron nuestra osadía con descargas cerradas que lamieron la tierra sobre nuestras cabezas. No queríamos escondernos más. Asomamos la cabeza e hicimos sudar a los fusiles. Coco con codo. Disparé febrilmente sobre las posiciones del enemigo sin atreverme a mirar donde morían mis balas. Al otro lado de la trinchera los demonios se hacían carne que podía convertirse en polvo.
Con la cara entre las manos, el soldado pequeño de las pértigas explosivas lloraba dulcemente, porque el miedo le impedía usar su arma.
Yo temblaba como una hoja, pero en mis manos el fusil reía.
El deseo de venganza me crecía negro y ardiente en el alma. Los muertos, a gritos, me pedían que matara.
En una línea de trinchera abierta me di de bruces con un soldado enemigo. Disparé adelantándome a él. Era un sargento de tropa, un hombre mayor. Se parecía a mi padre. Al caer tiró su arma y se santiguó con la mano izquierda. Quedaba en paz consigo mismo. La sangre escapó por su boca y murió en un espasmo.
Miré su muerte con los ojos aguzados. Diciendo adiós a lo que en mí quedaba de un niño.
La tarde se apagaba cuando más soldados llegaron a la cima siguiendo nuestros pasos. Y sus armas hablaron alto. Por las zanjas los nuestros mudaron la piel para hacerse matadores. Las granadas se aplicaron abriendo brechas en los reductos fortificados. Como un grupo de alimañas sorprendidas, el enemigo escapaba nervioso y sin dirección. Nuestras balas les buscaban con avidez. Una descarga se oía, y los cuerpos altos de los soldados grises abrazaban la tierra. Y allí se quedaban muy quietos, como nuestros compañeros en la playa.
Los hombres se emborrachaban de sangre. Aullaban al cobrarse vidas.
El fragor de la matanza se me llevó hacia los setos. A lo lejos se veía un pueblo. El campanario de la iglesia rascaba el cielo.
Bala a bala, el enemigo doblaba el brazo.
Los proyectiles de la marina volaron sobre nuestras cabezas abatiendo las grandes fortificaciones. Hombres asustados salían de ellas con los brazos en alto, pidiendo clemencia. Los fusiles la concedían o negaban a su capricho.
Los verdes cubríamos el campo, los grises mordían la tierra. La batalla era nuestra.
El combate expiraba cuando uno de esos proyectiles hizo corto y se cebó sobre un grupo de los nuestros que seguía peleando, doblegando la última resistencia. Mi teniente estaba allí. Corrí hacia él, llamando a gritos a un sanitario. Al llegar, el teniente se moría, se le iba la sangre por mil heridas, sólo pudo preguntarme si seguía yo de una pieza. Al decirle que sí sorbió el último aire y se murió en un suspiro. Con sus ojos de niño mirando el cielo.
No tenía familia. Abrirían un hueco en la tierra para él, y allí lo dejarían. Sólo.
Él me sacó de la lancha, de la playa , el corrió delante de mí cubriéndome con su propio cuerpo. Me había salvado la vida, y yo no le había dado las gracias.
El coronel de las sienes plateadas maldijo gruesamente al verlo muerto. Puso su mano en mi hombro como diciendo “lo siento”, y se marchó a disparar órdenes a discreción, con su voz firme y metálica.
Me dolía el pecho. No quería ver la sangre fresca del teniente empapando la hierba. Aclarando su cara.
Volví sobre mis pasos.
La noche caía, y sobre el risco eché la vista atrás, hacia la playa. Dejando caer mi arma, me senté sobre las rocas, puse una colilla grasienta en la boca y apuré unas caladas.
Más hombres coronaban el risco. Resoplando con la mirada del reo de muerte al que han perdonado la vida. Mirando a todas partes, temiendo ser morada para la última bala.
Fatigosamente, una hilera de prisioneros desfilaba cuesta abajo con las manos en la nuca.
Abajo, en la orilla, los sanitarios aún trabajaban, corriendo de un lado para otro, buscando a los que aún respiraban.
Los cañones habían callado. Los fusiles guardaban respeto. Reinaba de nuevo la calma.
El día, para mí, llegaba a su fin. Un niño le había dado la bienvenida. Un viejo lo despedía.
Con ahogo y pesadumbre clavé los ojos en la playa.
La marea alta cubría los cuerpos sin vida de una legión de hombres. Y los muertos se llenaban de espuma.
Pero ya no gritaban.
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