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Declaración que penará después
23/02/05

Soy feliz.

Esta declaración me penará después, lo sé. Me torturará y me hará escribir, y casi anhelo ese momento, el momento en el que el ahogo sea tan grave, en el que el dolor sea tan insoportable que ya no hallan oídos amigos que puedan cargarlo, que ya no hallan brazos familiares que puedan consolarlo, que ya no halla una conciencia en mi cabeza que pueda tomar todo fríamente y solucionarlo o olvidarlo, y sólo esté la servilleta que sobró del almuerzo y un lápiz ordinario con ya poca tinta que serán los únicos capaces de convertir ese sufrimiento en algo más… con un poco de suerte, en algo parecido a arte…

Casi lo anhelo, casi anhelo el momento en que la pena me embargue y me desborden las ideas que plasmar en algún cuaderno que después no recuerde dónde dejé y queden esas palabras perdidas de todas maneras. Perdidas, pero existentes. Pedidas, pero reales. No estarán, pero serán. Y podré escribir, llorando cada vez que relea en busca de errores ortográficos o cacofonías, temblando cada vez que confíe a alguien eso que hice material, rezando que piense que surgió meramente de mi imaginación dramática y no de un autorretrato, como es en verdad.

Casi lo anhelo, pero no.

Pero no. Porque no soy masoquista –aún-, o al menos eso creo. Y soy feliz. Tanto que es detestable, tanto que es envidiable, tanto que es repugnante, tanto que parece mentira, y ni el mejor ilusionista podría hacerlo parecer real. No vale la pena que me desgaste en hacerlo físico con mis palabras rebuscadas, pues ya lo es, aunque nadie lo crea, ni siquiera yo.

¡Maldito William Black! Tenía razón: “La felicidad fecunda, el dolor pare”. Y no puedo dar a luz mientras sea feliz, sólo fecundar y almacenar vivencias y sonrisas que luego nacerán como fantasmas macabros dentro del dolor que los impulsará a ser.



Abrió la puerta por mí. Pude haberlo hecho yo, yo estaba más cerca, pero se adelantó sólo para, tras abrirla, retroceder, cosa que yo penetrara primero, pues sabía que luego lo haría él.

Entré a esa casa que no era mía, pero era mi reino. Un reino sin alfombras ni coronas, sin espadas ni caballeros, sin hadas madrinas ni dragones, sin sirvientes pero lleno de servicios:

-¿Quiere algo para beber? ¿Tiene sed? ¿Tiene hambre? Puedo preparar algo…

A pesar de saber perfectamente que mi respuesta era siempre negativa, él cada vez formulaba las mismas preguntas, tal vez con la esperanza de que un día a mí me diera por ser original y cambiar la rutina. Pero no era eso, pues la originalidad nos la daba mi espontaneidad de la que él se había contagiado, y la rutina no existía. Tal vez con la esperanza de que un día yo aceptara sus servicios para convertirlo en mi sirviente, y comenzara a tratarlo como un ser inferior, como él sentía que era, y entonces mis órdenes ocuparan ese fuerte tono de voz que empleo al enojarme, y ese fuerte tono de voz ocupara todas mis frases, y todas mis frases ocuparan mis órdenes, y él sería miserable y sufriría en silencio, llorando sólo al ver una película, pensando en lo hermoso que había sido al principio, pero que no podía durar para siempre, como siempre juraban, que era normal ese descenso, que tenía que ser así, que la vida de pareja era así, ya lo había escuchado tantas veces… él pensó que podía cambiarlo, ser distinto, intentarlo, y lo intentó, pero era así, lo había escuchado tantas veces… y seguiría mis órdenes, mis frases, mi fuerte tono de voz, con la suya apagada. O tal vez con la simple esperanza de hacerme sentir reina de ese reino que era mío, pero era su casa…

Y mientras él ofrecía sus servicios desde la cocina, yo subía a la segunda planta, entrando en mi aposento que era su pieza, y dejaba sobre el escritorio mi cartera y al lado de sus zapatillas, las mías, para volver a bajar, esta vez descalza y segura pues antes de cursar las escaleras, me había visto en el espejo del baño que me dijo que me veía bien.

Me aproximo a la habitación desde donde escucho su voz, aún ofreciendo cosas que no se me antojan –tengo otro antojo en mente-, y a pesar de comprender mis numerosos no gracias, me trae una botella de agua helada que presiona contra mi cuerpo que se contorsiona, se estremece, y tiembla -me encanta que me haga temblar-. He perdido, tal vez irremediablemente, mi pose de reina de mi reino, pues ya encierra entre sus brazos un cuerpo cuyos movimientos y risas son algo superior a él. Me besa. Una mano se apodera de mi cintura. La otra asciende desde mi rodilla levantando la falda verde que ese día elegí. Tiemblo de nuevo. Una respiración dificultosa obliga a mi cabeza a dejarse caer con un suspiro de entrega. Me excita.

En ese momento, azota mi mejilla con un beso infantil, deja ir mi cintura y mi falda, y ríe. Claro, claro, muy cómico, amor… Es que me encanta dejarte con ganas… Y quién te dijo que yo tenía ganas… Ambos reímos y bebemos de nuestras botellas de agua fría.

Estoy tan cómoda en mi reino. En un reino sin pueblo que reinar, sólo una reina y él.

Vierto un poco de agua en mi mano y se la tiro a la cara, para luego tomar entre mis dedos izquierdos los pliegues de esa prenda verde, cosa de no tropezar en mi huída escaleras arriba. No, es mentira. No lo hice por eso, sino para que cuando las gotas rodaran y lo dejaran volver a ver, sus ojos observaran la desnudes de mis piernas y fuera aún más tentador perseguirme hasta su dormitorio, mientras yo gritaba juguetonamente, nerviosamente, expectante a la satisfacción de mi antojo.

Llega a mi aposento y presiona mis brazos entre sus manos grandes y suaves, obligándome a inmovilizarme. ¡¿Qué se cree, tratarme de ese modo tan brusco?! ¡¿Qué a caso no sabe quién soy?! ¡Yo soy la reina de ese reino! ¡Yo soy el poder absoluto de ese lugar! ¡Qué osadía! Y por eso, en ese momento, yo llegaría a ser la más humilde de sus sirvientas, entregándole todo mi dominio, mi corona, mis joyas reales, todo, pero lo más importante, mi cuerpo. Él sería el rey si lo quisiera, el más irrevocable monarca, y yo sería nada, sería lo que él dispusiese, mientras fuera en sus brazos…

¡Déjame ser en tus brazos! ¡Déjame ser en tus brazos! Porque sólo ahí soy, ahí nací. Ahí ejerzo mi voluntad. Y mi voluntad es que hagas la tuya en mi cuerpo.

Grito aquello para mis adentros. Lo grito, quisiera que lo supieras, mas no lo digo, no sé por qué, tal vez ya lo sabes.

Tu voluntad en mi cuerpo. ¿Y qué es mi cuerpo? Una reliquia nunca apreciada. El supuesto a ser mi más cuidado tesoro, no obstante lo valoraba tanto como un florero con su contenido marchito. Gritas bella. Me susurras bella. Y cuando, una vez tumbada en la cama, intentas despojarme de las vestimentas escasas que cubren la parte superior de mi tronco, tiemblo otra vez. Y esta vez no me gusta mi temblor.

Miro sus ojos, esos ojos que se han transformado, esos ojos que no son azules, que no son verdes, que no son magistrales, que no son únicos, pero que son suyos y por el sólo hecho de pertenecerle, son de mi admiración. Los miro y trato de descifrar qué piensan. Los miro y trato de adivinar adónde miran. ¿Gustan de lo que miran?

Soy una reina que está en su reino, y ha llegado él, no sé quién es, el portero, un sirviente, mi persecutor, un irrevocable monarca, y me tiene encadenada para al fin usurparme el tesoro que vino a buscar. Soy una reina que vive en un tesoro, que duerme en ese tesoro, que come para que ese tesoro funcione, pero… ¿y si él no gustara del tesoro, como tampoco gusto yo?

Sigo mirando sus ojos, que me sorprenden, notaron que los vigilo, y mi amante me ruega con un soplo de voz que cierre los míos. No quiero. Si los cierro no sabré adónde se dirige, qué verá. No quiero. Pero tampoco quiero dejar de respirar agitadamente como lo hago ahora que sus manos recorren mi tesoro sin brillo para mí.

-Cierra los ojos, mi amor.

Y de pronto recuerdo que quería ser en sus brazos, en sus manos, en sus ojos, en su codo derecho.

Y de pronto recuerdo que no vivo en la edad media, que no soy una reina, que él es mi novio, que lo amo, que me ama, que repite bella, bella, bella… que mi cuerpo no es un tesoro, es sólo mi cuerpo, y él dice bello, bello, bello…

Y entonces mis párpados se dejan caer.

Y soy en sus brazos.

Soy.

Grito. Y esta vez dejo que me escuche, porque dejaría que me hiciera su esclava, su reina, su prostituta, su pasado, su aventura… pero me hace su mujer.

Y no soy nada más que su mujer. No estoy en mi reino, estoy en su casa. No estoy en mi aposento, estoy en su pieza. No llevo mi corona, sólo mi pelo suelto. No es mi sirviente, es mi pololo. No soy su sirvienta, soy su polola. Soy su mujer. Soy.

¡¡¡SOY!!!

Él ha tirado la ropa que no pretendía cubrir mayormente el sector superior de mi anatomía. Cayó en algún lugar, en alguna parte, en fin, en el suelo. Ahora esas grandes y suaves manos que me presionaron tan fuerte, buscan con delicadeza el inicio de mis piernas, donde hay más ropa de la que él se quiere deshacer. Mas se toma su tiempo, hace una parada en mi pantorrilla para besarla, y luego sigue… Mi amor, ¿lo hago yo?... No… Mi amor, ¿me saco la falda?... No, la falda no…

Y la prenda verde se queda en mi piel. Y él también, pues tras dejarme tendida en la cama, se levanta de ella, y desde su alto porte me observa. Se saca la polera roja, los pantalones oscuros… está más desnudo que yo, y aún así me siento más desprotegida que él, y me encanta la desprotección, y tiemblo, y vuelvo a disfrutar mi temblor. Se queda en mi piel.

Su espalda… amo su espalda… ancha, suave, adornada de dos redondos hombros como condecoraciones… La toco… oso interrumpir su olímpica espalda con mis yemas, luego con mis palmas, y luego no puedo evitar apoderarme con mis brazos de esa espalda que se ha vuelto líquido, que escurre, que se disuelve y yo trato de que no ocurra, que no desaparezca, mas prefiero entregarme a ese líquido y nadar en él, beber de él… Mientras navego en su espalda, me extravío, abusé de las distancias y ahora me encuentro en otro territorio, ¿dónde estoy? He llegado a su cuello, tal vez más hermoso que su espalda y aún tan majestuoso como ella. Ahora soy yo la que presiona fuertemente con sus manos, obligando a ese cuello a acercarse a mi boca, he perdido todo respeto. Cuando me percato que mis dientes desean ese cuello, ya lo estoy mordiendo, y siento el sabor salado del agua donde yo nadaba… Me pregunto un par de segundos por qué asimilan lo dulce con lo bueno y lo salado con lo malo… No me tomo más de un par de segundos, pues ellos no han bebido de su cuello.

-Quiero.
-Yo también.
-¿Ahora?
-Siempre.

Y antes de arrepentirme y cuestionarme una vez más si gustará de mi cuerpo, él pasa a ser mi cuerpo. No soy reina, no soy reino, no soy tesoro, soy él y yo.

No logro traer a mi memoria lo que no quería que viese, ya no existe nada mío, nada de él, no sé dónde termino yo y dónde empieza él.

Te amo… Te amo, te amo, te amo.

Se lo contaría, mas esta respiración entrecortada y estos gemidos de placer me lo impiden. Se lo contaría. Quiero que cada lunar de su cuerpo lo sepa.

Pero cada lunar ya lo sabe, mis dientes se lo contaron a su cuello, y de su cuello cayó a su espalda convertido en agua que bañó su cuerpo, el mío, la cama, la falda, el suelo…

-Te amo.
-Te amo.

Para. ¿Y si no quiero? Para, para que no paremos. Silencio, pero movimiento. Para, por favor, mi amor. No puedo.

Y llegó la confusión, el momento de la risa, un poco de vergüenza, pero felicidad.

Volvemos a juguetear, a ser infantiles, a perseguirnos, a escondernos. Nos tapo con el cubrecama aunque tengamos calor, pues así nos protegemos, no sé de qué, pero de cualquier cosa que pudiera darnos miedo, o arrebatarnos el hecho de que no lo tenemos. Me besa en la mejilla. Lo abrazo.

-Fue increíble.

Siempre asumí que tendría que mentir esa afirmación, pero estaba siendo sincera.



Recuerdo cuando podía escribir tranquilamente. Recuerdo cuando las ideas me desbordaban, nunca había cuadernos con suficientes páginas en blanco y yo paría diariamente cosas que aunque no fueran arte, yo las sentía así. Eran bellas. Dolían hasta el alma. Eran bellas, lo recuerdo.

Recuerdo que eso ocurría en tiempos en que yo quería decir te amo, y lo decía, pues ninguna respiración entrecortada y gemidos de placer me lo impedían, más que los fingidos, claro. Recuerdo que eso era en tiempos en que mis te amos no escuchaban más respuesta que su propio eco, e imaginaban que esos ecos eran otra voz. Recuerdo que eso era en tiempos en que todo el arte se lo llevaban mis palabras, pues los roces sólo eran vulgaridad. Recuerdo que eso era en tiempos en que otro cuerpo sobre el mío me hacía temblar, pero de miedo, miedo a que éste no pudiera nunca hacerme temblar. Y yo amaba; pero no temblaba. Recuerdo que eso era en tiempos en que otro cuerpo tomaba fuertemente el mío, inmovilizándome, obligándome a sentir placer, placer que no sentía, fuerza que no me hacía sucumbir a ser en sus brazos. Yo quería sucumbir, yo quería, yo quería ser en sus brazos. Pero él no me daba brazos. Él creía explorar mi cuerpo encontrando zonas erógenas, él creía que eso debía hacer, él creía tantas cosas, mas nunca creyó que con tan solo decir bella yo no pediría nada más. Él creía que yo siempre pedía más, que él debía dar más; pero nunca me dio nada, yo nunca le pedí nada, por eso estaba ahí, entregándole un cuerpo que me parecía grotesco, y que él no desmentía que lo fuera.

-Fue increíble.

Recuerdo que eso era en tiempos en que asumía que tenía que mentir esa afirmación.

Soy feliz.

Esta declaración me penará después, lo sé. Me torturará y me hará escribir, y casi anhelo ese momento, pero no lo hago, sé que llegará, pero no lo espero. ¡Que llegue! ¡Que se demore! ¡Me da lo mismo! Pero cuando lo haga, podré reírme en su cara, y mientras me obligue a tomar esa servilleta y ese lápiz con ya poca tinta, le diré que tengo mucho que contarle, pues ya estuvo mi cuerpo bajo otro que me obligaba a inmovilizarme, a ser feliz, a ser, y era un placer obedecerle, sin mentir afirmaciones. ¡Que llegue! ¡Que se demore! ¡Me da lo mismo! Pero cuando lo haga, que tenga presente que pariré muchos fantasmas macabros con dejos salados, pues he sido fecundada de felicidad.

Texto agregado el 03-02-2006, y leído por 87 visitantes. (0 votos)


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