LA SENTENCIA
Supuse que seria el principio de un infarto. Mi cuerpo sudaba en forma anómala. Un raro ardor, que nunca había percibido, se mostrada ávido de quedarse anclado en el sector izquierdo de mi pecho. La respiración era agitada y para ese entonces el aire parecía no querer ingresar a mis pulmones. Álgidos sucesos, que comenzaré a narrarles, se anteponen a esta situación. Podría afirmar que ellos son los únicos causantes de esta tenebrosa y macabra descompensación.
Es muy cierto que uno, en forma permanente, se auto-desafía. Trata de llegar, por un ímpetu puro y desconocido, al límite de una línea prohibida. Línea que, por supuesto, nunca he podido determinar quién ha sido el responsable de demarcar. El hecho, sin fundamentos válidos, es que si alguien osa traspasar esa línea, o tímidamente acercarse a la vedada zona fronteriza: es automáticamente condenado a cadena perpetua, sin derecho a replica, por una sociedad que aparenta ser saludable por fuera, pero que arraiga morbosas y lúgubres intenciones en el mismo seno de su concepción. Fui condenado por prestar, a una jovencita afable y no tan bonita, un libro de literatura de un amigo-hermano personal. Entiendo que la condena que debo soportar sobre mis espaldas no obedece justamente a que haya prestado un libro de literatura sino, en la terrible inmoralidad de que el destinatario de ese préstamo fuera una jovencita de dieciocho años; situación que se agravó más aún, ya que en el momento de darle el maldito libro, me encontraba solo en casa de mi amigo-hermano, sin testigo que pudieran verificar mis buenas intenciones. Pero ¡si! hubo un testigo. Una persona ingresó (no vale la pena mencionar su nombre en esta especie de defensa), abrió sorpresivamente la puerta del recinto. Con toda naturalidad, ya que nada malo estaba haciendo, e insisto con mi postura benévola, me dispuse a presentar a Verónica. Todo quedo claro y tranquilo, al menos hasta ahí. Dos días posteriores a los acontecimientos llegó la sorpresiva e inesperada sentencia. Sentencia que emanó de la propia boca de la única persona que, hasta el día de hoy, cree incondicionalmente en mis palabras: -Te vieron en mi departamento, ya se enteraron Mónica y Susana. Aseguran que sos un morboso pervertido. Que no podes tener relaciones sexuales, o en el peor de los casos violar a una chica. Están muy dolidas por el engaño que ha sido victima tu esposa y toda “mi” familia-. Perplejo. Así me quedé en el preciso instante que iba escuchando esas palabras. Algo no estaba bien. Si había una victima: era yo. Pero la sociedad ya había, en el transcurso de apenas cuarenta y ocho horas, dictado su fallo: Culpable.
Nunca llegué a comprender como era posible que me juzgaran de esa manera; sin ni siquiera tener la osadía de preguntarme como se habían suscitado los hechos. Convinimos con mi amigo-hermano que el silencio seria lo mejor. Lo irónico (triste) del caso, es que me tenía que llamar al silencio ya que si intentaba defender mi inocencia, agravaría los hechos. Mi leal amigo-hermano también fue declarado culpable. El simple hecho de creer en mis palabras, lo transformaron, en forma inmediata, en otro perverso violador de niñas inocentes. La sociedad nos juzgó. Nada pudimos hacer al respecto. Largas horas de reflexiones, en vano, se suscitaron luego de aquel episodio. No encontramos respuestas.
El único que quiso expresar su desacuerdo, tímidamente, fue mi corazón; que ¡pobre!, poco entiende de la maldad humana y sus imbéciles prejuicios…
(FIN)
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