Eran exactamente las dos de la madrugada cuando a Virginia la despertaron los sollozos de su marido. Su unión no tuvo un buen comienzo, pero el implacable reloj afirmaba que dentro de algunas horas, el matrimonio cumpliría treinta largos años. Ella, esa noche había sido la primera en acostarse, mientras que él prefirió quedarse en la sala, fumando y pendiente de reponer el volumen de ron en un vaso para tragos cortos.
“Posiblemente Demetrio recordaría aquella mañana, cuando su amigo Diócles le usó para invitar a Virginia a dar un paseo por el sector deshabitado de Alma Rosa. Y que, francamente, ella le manifestó que su amigo no le gustaba. En cambio, añadió, que si fuese con él, las cosas serían diferentes.
También, refrescaría, lo que pasó debajo de uno de aquellos almendros, cuyas frondas filtraban el débil estallido de luz del farol público. Cuando Virginia, en un arrebato pasional, se colgó de su cuello y ciñó, cual viviente correa, sus piernas a su cintura. Terminando todo aquello en una acusación frente al juez.
Pasaría por su mente, de algún modo, lo estrepitoso de aquel juicio, donde nadie pudo alegar inocencia en su conducta. No hubo testigos que confirmaran la disposición que había para que se cumpliera cada punto de la estrategia elaborada por Virginia. Ni fue creído el argumento sustentado por él, de la invitación.
De seguro, pensaría, en el momento en que la corte ‘generosamente’ le planteó la disyuntiva de casarse o pasar a residir en prisión por un largo período. Y que, obviamente, optó por la primera”.
Ahora Virginia, creyendo haber endulzado la existencia de su esposo, no le sorprende su lloriqueo y se lo atribuye a la emoción que provocan los minutos que los separan de su trigésimo aniversario. Sin embargo, su vida se desplomó al descifrar lo que entre sollozos Demetrio repetía: !Dios mío, hoy fuera Yo un hombre libre!
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