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Nos internamos por sórdidas callejuelas. Ella se aferró a mi brazo y me fue indicando las madrigueras que deberíamos evadir y las otras en las que nada peligroso ocurriría. Los colores continuaban danzando delante de mis ojos y pronto sentí que estaba al borde de la inconsciencia. Todo parecía difuminarse, me sentía inmerso en un sueño con visos de pesadilla. La chica taconeaba a mi lado sin que los vapores etílicos hubiesen hecho efecto en su cabeza. Muy por el contrario, su lucidez le permitía abrirse paso por nuevas callejuelas hasta que nos internamos en el corazón ruinoso de la lujuria. Recuerdo a pantallazos haber bailado como un loco, discutido no se con quien y haber besado apasionadamente a una chica que supongo que era Lorena.

Creo que tuvimos sexo en una alcoba difusa, no podría precisarlo. Pronto, un pesado sueño se apoderó de mí y ya no supe más. Sólo tengo claro que desperté sobresaltado cuando unas manazas me remecieron en el lecho. Abrí mis ojos y la anarquía de colores proseguía danzando su ritual de locura. Dos figuras varoniles, persistentes en mi horizonte visual, parecían contemplar todos mis movimientos.
-¿Señor Munch?
-S… soy yo, si…
-¿Conoce usted a esta mujer? La más voluminosa de las figuras me alzó para que contemplara una escena que espantó de un viaje todos los espectros del desenfreno que nadaban indolentes en mi cabeza. Boquiabierto, no podía quitar mis ojos del cuerpo de una mujer semidesnuda que parecía dormir profundamente en el piso sobre un manto rojizo, o violáceo, que se yo. El sueño no era tal sino la muerte que se había entronizado en esa desdichada. El manto tampoco era tal sino la sangre de la víctima que había formado un grumoso charco sobre la alfombra.
-¿Sabe usted quien es esta mujer?-repitió la figura que después supe que era el Inspector Williamson.
-La voz ajena que aún se negaba a abandonar mi garganta dijo no saber demasiado de esa chica, Y repetí con enormes dificultades el relato de la chica. Un poco después, apareció un hombre regordete sobre cuya faz se estremecían aún los píxeles de mi embotamiento. El hombre dijo conocer a la víctima.
-Es María, un transexual que vivió por mucho tiempo en la pensión del viejo Handerson.
-¿Queeee? ¿Transexual? Es decir que tuve relaciones con un hombre?-pregunté horrorizado.
-Técnicamente no, puesto que fue operado para transformarlo en hembra. Pero eso no es lo peor, muchacho- respondió el gordo con su voz atorada por el humo de su cigarrillo.
-¿Hay más?- volví a preguntar con mi voz original pugnando por desbancar a la impostora.
-María estaba contagiada por el Sida.
Fue el aluvión que diseminó sus múltiples aves agoreras sobre mi zaherido entendimiento. Fue el colofón para una madrugada de pesadilla. Me derrumbé aterrado sobre el sucio lecho para llorar sin ningún pudor. Los demás no me detuvieron y cuando terminé de descargar mi torrente interior, comencé a hipar como un niño.

Entonces se escuchó la voz ronca del inspector Williamson:
-Todo está muy mal, lo convengo, pero falta saber lo principal: ¿Quien fue el que la asesino?
-Yo no fui, aunque esta perra se lo tiene bien merecido- respondí al instante, casi por inercia.
-Y el arma tampoco existe- comentó Durán, el ayudante del inspector.

Después de una revisión pericial al cadáver, se determinó que tenía una herida cortopunzante que le había perforado el corazón, provocándole una muerte instantánea. El arma homicida había sido presumiblemente un puñal afiladísimo que penetró en su cuerpo como si este fuese de mantequilla.

Transcurrieron larguísimas horas de interrogatorio, tantas que la madrugada pareció henchirse para acoger el arsenal de tiempo que se agregó a mi angustia. Yo nada sabía, nada me incriminaba, no existía un arma y sin embargo si había un cadáver. Se me permitió efectuar una llamada y disqué con desesperación el número de mis compañeros. Nada ocurrió y no podía recurrir a nadie más. Cuando ya perdía las esperanzas, aparecieron mis amigos y tras largas horas de terror, fui liberado.

Han pasado muchos años, muchos años y sin embargo jamás olvidaré aquella madrugada. El sida aún no me desbanca de este mundo y sin embargo tengo la impresión que ya no existo.

Una de las habilidades que me distingue del resto de los mortales es poder dilatar los músculos de mi garganta para digerir cualquier objeto, sea este contundente o ligero como una pluma. He tragado botellas pequeñas, pelotas de ping pon, e incluso tubos fluorescentes seccionados en varias partes, he tragado tantas y tantas cosas y el inventario es tan vasto y mortífero como el puñal que tengo alojado en mis intestinos y que cualquier día me quitará la vida…




F I N










Texto agregado el 03-02-2006, y leído por 258 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
06-02-2006 que horror, no el cuento si no como termina, ays!!! está bueno, bueno, rebueno anemona
03-02-2006 me dejó pensando este final tan fuerte, mis estrellas a tu polifacética pluma. Cariños india
 
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