Del tango
esa sensación que se mete bajo la piel, esa energía que fluye por cada parte del cuerpo y explota en ganchos y quebradas, esa pena que se arrastra por la pista y se abraza y se comparte he sido subyugada.
A veces uno cree que no quiere bailar, que no asistirá por la noche a la milonga que el cansancio es mucho. Mas cuando se da la hora, a ponerse la pollera a la carrera y abrocharse los tacos en el camino. Porque trato de llegar con los zapatos puestos. Rayos, casi como aquellas mujeres que de niña me hacían reír cuando paraban frente a mi casa, se cambiaban las chinelas por las finas zapatillas de baile y las guardaban en sus bolsos para volver a abrigar sus pies hinchados cuando rayaba el sol.
Se puede sentir el ambiente a una calle de distancia, el gemir del bandoneón flota entre enramados y faroles. No todas las milongas son al aire libre, pero el jardín del tango brinda ese contraste entre la intimidad del baile y la libertad de ver el cielo cuando te hacen una quebrada.
Miguel no lo comprendía, solía decir que eso del tango es para ancianos, para deprimidos y sencillamente él no me iba a acompañar. La verdad no es importante, -solía responderle- Con quien bailar nunca falta. Una puede pasarse la noche entre unos brazos y otros, al fin es solo un rato. Y él sonreía.
Solo iré a saludar- a veces me atrevía a decir- y llagaba con la plena convicción de no hacerlo pero a la segunda nota de una pieza conocida ya estoy con un pie en la pista.
Maldita la hora que llevó a mi marido a pasar por el jardín justo cuando yo me dirigía a la pista de la mano de aquel hombre. Le pareció gracioso, justo como hacen los viejitos, seguro pasó por su mente. Pero cuando inicio el abrazo no le pareció tan divertido. Los ojos se le llenaron como lunas cuando me recliné al recibir el firme abrazo, con un arrastre lento le vio tratando de invadir mi espacio y se sintió orgulloso al verme huir con pasos felinos hacia atrás.
Cuando el compás se acelera vienen los giros y los ochos. Yo no lo sabía entonces pero mientras yo contenía la respiración la de Miguel se agitaba. Es cierto, mi concentración estaba en las sutiles señas que me llevaban a marcar calesitas, sacadas, la intimidad en los ganchos… Él clavó su vista en las perlas de sudor en mi piel. En aquel momento los puños y los dientes apretados de Miguel comenzaron a llamar la atención de algunos curiosos. Los entrecortes del ritmo y la marca de mi pareja me llevaban a enrosques y quebradas, mientras a Alberto mi entrega le llevaba al desquicio.
Apenas salimos de la pista se desató el fuego de los celos, las palabras se perdieron entre líneas de Gardel y la furia de Miguel fué a culminar en un disparo contra el coche del infeliz que apenas me conocía y osó sacarme a bailar.
Ahora no sonreía, ahora no sería igual. Comprendía la esencia del Tango, ese dolor antiguo y profundo, pasión que eleva y gira y desengaña... |