La espiral
Aún recuerdo la primera vez que lo vi, apenas tendría siete u ocho años.
Todo ocurrió en aquel lugar en el centro de la naturaleza que se me hacía tan exótico y especial.
Mi novia había decidido visitar a su madre, a quién no veía por varios años, y me había pedido que la acompañara. Sería la ocasión para presentarme a su familia como su futuro esposo.
No sé si la ansiedad de saberme en ese lugar único, con un idioma que no era el mío, hizo que Rubén se convirtiera en una necesidad casi vital.
Los padres de Rubén lo habían abandonado cuando tenía apenas cinco años. Peor que eso, ellos allí cerca vivían, pero simplemente no lo aceptaban. Así se habría acostumbrado a vagar sin rumbo de lugar en lugar.
Rubén me causaba una placentera admiración: era un niño extraordinario. A pesar de su corta edad y de no haber tenido la posibilidad de estudiar, había sido obsequiado con una adultez y una inteligencia asombrosas. Yo envidiaba su firmeza y determinación que contrastaba con mis escrúpulos y vacilaciones.
La certeza con que la naturaleza se ocupaba de niños como él y compensaba su soledad con esa fuerza interior, hacía que la vida se viera como una perfecta máquina donde cada pieza era lubricada con una precisión infalible. La justicia realmente existía, y en ese lugar parecía haber encontrado su morada, allí la fuerza de la naturaleza se unía con la debilidad del ser humano fundiéndose en una amalgama divina.
Con el paso de los días, distancias y cercanías se confundían en una relación simbiótica donde mi dependencia de Rubén parecía también darle comodidad a él. A pesar de los quince años que nos separaban, Rubén estaba siempre cerca de mí y yo me sentía cada vez más cerca de él.
Las mañanas, tardes y noches, con ese calor embriagador, hacían que el tiempo allí pasara inmutablemente como si transcurriera siempre con el mismo ritmo. El contraste de ese ritmo constante con la intensidad del lugar hizo que la visita de diez días pasara vertiginosamente y a la vez sin notarse, como si siempre hubiera pertenecido allí.
Cuando noté que debía partir ya me había acostumbrado a la constante compañía de Rubén y sentí que no podría estar sin él. Me dió miedo descubrir esa relación que se me hacía enfermiza y me sentí triste y miserable.
Ya el último día, como anticipando lo inevitable, Rubén no se acercó a mí. Su actitud se volvió áspera y distante, su adultez entonces me hizo sentir inmensamente débil. Me odié y lo odié.
Nuevamente la naturaleza era infalible pero esta vez se veía reflejada en ese vertiginoso cambio de Rubén y se volvía injusta e inhumana.
Sólo lo volví a ver cuando nos despedíamos, aún recuerdo que me sentía ofendido cuando noté como se cubría el rostro para cubrir sus lágrimas mientras los saludos del resto se volvían un peso insoportable.
Una desolación infinita se apoderó de mí, quise saltar del auto y abrazarlo y deseé haber sido el hermano que nunca tuvo, el padre que lo abandonó, su amigo, su protector.
Pero me dí cuenta que también algo me detenía y que nada podría hacer para volver el tiempo atrás.
Era como si los dos hubieran caminado sobre líneas paralelas de una infinita espiral: mientras uno lo hacía lentamente, el otro había intentado a pasos agigantados estar a su lado.
El querer mantenerse lado a lado había hecho que la distancia para alcanzarse fuera aún mayor e infranqueable.
No sé si lloré por él o por sentirme tan cobarde. Un presentimiento triste me decía que esa sería su cárcel. Ya cuando su imagen se confundía con su recuerdo, me prometí que volvería y haría algo por rescatarlo.
Aquellos diez días se hicieron diez años sin vover a saber de él...
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