Yo no me quiero, no me quiero para nada. Sé que soy ineludible, que estoy montado en mis huesos y sometido desde siempre al veredicto de mi juicio. A veces, este cuerpo mío repta hacia los espejos y se asoma subrepticiamente en la luna vítrea para echarse una tímida ojeada. Entonces lo crucifico con diatribas y lo obligo a ocultarse de mis ojos para que descanse en las miradas de los otros. En las noches duermo con un solo ojo pues temo que mi mente me sentencie a muerte y me estrangule con las cobijas. Tengo pesadillas horribles en las cuales los protagonistas son mis propios ojos volcados hacia mí. Ellos me persiguen, me acosan y algunas veces se desprenden de sus cuencas para perseguirme como dos espantosos y sanguinolentos bicharracos.
No, no me quiero nada, ni un poquito siquiera y se que he comenzado a urdir la extinción de este espantapájaros de carne y hueso que soy yo mismo. Me vigilo y me vigilo, yo como cuerpo, yo como mente y esta dualidad patética, condenada a marchar con desgano por este mundo, sabe que falta una tercera integrante para que zanje esta situación. Ella acudirá invocada por alguno de nosotros o por ambos al mismo tiempo y pactaremos un armisticio solamente cuando un río de sangre circunscriba este cuerpo y la mente se adormezca para siempre.
Hoy sé que estoy en el límite de la resistencia. Mi cuerpo está trémulo y no atina a asomarse ni siquiera para mirar otros rostros. En plena madrugada, mi mano ha asido una botella de licor y la ha estrellado en el espejo. Y he visto con los ojos desorbitados como he desaparecido de aquel muro transformándome en un mosaico inútil regado por el piso. Supongo que ese fue el anuncio de mi extinción. Comienzo a huir de los lugares que frecuentaba, pronto vendaré mis ojos para que estos no ausculten mis pasos. Enceguecida mi mente, es probable que pueda escapar de ella en algún instante. No deseo traiciones ni de mi mano derecha ni de mi mano izquierda y si es preciso mutilaré ambas extremidades para asegurar mi huída.
Es tarde ya, lo supongo porque comienza a refrescar. Ha pasado un día completo y aún mantengo a raya a mi mente. Mis ojos, ciegos e indefensos tratan de liberarse, pero la lealtad de mis manos es más ciega aún que ellos y no permite ninguna tregua. Esto debe terminar, debe terminar. Es preciso que convoque a la misteriosa dama que portará la solución definitiva. Tanteo a ciegas por la casa hasta encontrar la frialdad del acero que promete justicia. Restriego la hoja por mi cuello y por mis muñecas, sonrío, la dama ha ingresado a la habitación, lo presiento porque una ráfaga de hielo me ha cruzado las mejillas. ¡Es la hora! ¡Es la hora! La hoja se hunde en mi pecho...
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