III

El pueblo se volvía a vestir como si miles de costureras hubiéran estado trabajando todo el año, día y noche, con telas y lienzos traídos de los lugares más exóticos del mundo.
Todo cambiaba ese día.
El hambre y la sequía también se olvidaban, como todos los problemas desaparecen cuando nuestra memoria nos recuerda que también tenemos que morir.
Sus quince años coincidían con La Fiesta. Aunque en realidad ella no sabía el día exacto en que había nacido, aquella noche de hace un año atrás, embriagada de luces y música de baile, había decidido que los primeros de marzo serían sus cumpleaños.

Hacía exactamente un año que esperaba ansiosa este día, me había prometido en secreto que esta fiesta sería mi regalo de cumpleaños. Mis hermanas me habían pedido que les contara mi secreto y ahora temía que mi padre se enterase.
La abuela, a escondidas, me había preparado el vestido, con breteles muy finitos como los usaba tu madre, me decía. Ya todo estaba planeado, y cuando empezaran las campanadas de la iglesia, yo tendría tiempo de vestirlo y llegar así al baile.
En la hora de la siesta había practicado cada día de la última semana y estaba segura que podría hacerlo en los doce segundos. Mi padre, que ya no podía evitar tomar para ahogar su tristeza, no podría entonces darse cuenta.