II
Él sabía que ya todo era distinto. Su razón empezaba a entender lo que su corazón ya sentía por mucho tiempo.
Había conocido a su esposa casi por coincidencia, cuando después de un día de trabajo buscó un lugar para tomar un café.
Siempre se había reconocido un poco egoísta, pero desde ese día su mundo se transformó y no vivió más que para ella.
Lo había deslumbrado aún antes de conocerla, la había soñado en miles de noches y la buscaba en los ojos de cada mujer. Hasta que ese día, por casualidad, decidió entrar a ese café y al verla acercarse a su mesa reconoció en sus ojos lo que cientos de otras miradas le habían mezquinado. Tenía esa belleza de lo natural, con ese suave velo que le daba un aire de misterio y la hacía aún más hermosa.
Los cambios se sucedieron vertiginosamente, a la semana ya estaban viviendo juntos y él ya le había convencido de que dejara su trabajo de camarera y se dedicara a descansar y a disfrutar. Él trabajaba y le compraba regalos a los que ella, a pesar de su origen humilde, les dedicaba una sonrisa pero no parecían hacerla feliz.
Por las noches, después de hacer el amor, él volvía a sentir esa indiferencia de ella, que le provocaba confusión y tormento. Pero justo antes de dormirse siempre se convencía que debía ser su falta de experiencia en la juventud y finalmente se sentía amado.
Y así pasó el tiempo. A pesar de que sus dudas aparecían como fantasmas a cada gesto de ella, consideraba su amor como una inversión que en algún momento ella correpondería y entonces podría dedicarse a descansar y a disfrutar del amor que había sembrado.
A la mañana me desperté pensando en ella. Durante la noche me había sentido afiebrado y me despertaba de a ratos como para asegurarme que ella aún estuviera allí.
Habíamos estado discutiendo la noche anterior y como siempre me dormí con ese sabor amargo de culpa.
Hoy se cumplían dos años de aquel día que la conocí, cuando pensé que había descubierto el amor.
Había estado toda la semana tratando de convencerla de que un viaje nos haría bien. Teníamos que cambiar de ambiente, es lo que le decía, pero la duda en mi voz mostraba más resignación que convicción.
Después de varios no, como siempre, ella había vestido su halo de desidia y me dijo que podríamos viajar el sábado y así, al menos, llegar para la fiesta.
Visitar su pueblo natal y acercarme a su pasado, algo que ella siempre había dulcemente mezquinado, me daba esperanzas de un nuevo comienzo y me provocaba mucha ansiedad. Volví a sentir casí lo mismo que aquella tarde, cuando al verla por primera vez, mi vida dió un vuelco.
Como tratando de cocer ese abismo que se agrandaba entre nosotros, pensé en comprarle flores y prepararle el desayuno antes que despertara. Así que me vestí en silencio y salí a la calle dejándola dormida.
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