Y ahí está otra vez. Todos los mediodías vuelve a pasar, misma palomita blanca.
Ya con remordimiento, como si pudiera presentir el futuro, sé que no puede tener más de trece años. Y con todas mis fuerzas vuelvo a bajar el hacha sobre el débil leño como si él fuera el culpable de mi indignación. Y me adentro en mis pensamientos, como siempre hago ante la evidencia de mi timidez, que no concuerda con mis años, pero que tanto me sirve de aliento en mi soledad.

Pero esa tarde sería distinto, como si de tanto golpear los leños también se hubiera roto el muro que nos separa.
Y al terminar mi trabajo miré hacia el cielo y pensé que no podrían ser más que las tres. Su madre estaría lavando los trastos después del almuerzo de los tantos niños. Tendría que apurarme, no tendría valor si su padre estuviera allí, él siempre vuelve por su breve descanso cuando todo ya está limpio.

Y entonces corrí, y mis ideas volaban, y estaba seguro que hoy era el día. En esas familias numerosas siempre era un alivio librarse de una boca más, eso decían que era lo natural, y también era la naturaleza quién me llevaba hacia tí. Tanto te había deseado, tanto te habría amado en esas noches de soledad, con mi mano enredándose en tus cabellos confundiendo ese amor de amante con el de padre.

Nunca imaginé que hubiera tenido el valor, jamás pensé que era peor perderte que nunca haberte tenido.
Ahora sé que esa tristeza que aquella tarde se confundía en sonrisa en tu rostro, hoy se hace débil nostalgia por lo que nunca pudo ser.