Aquella mañana abría sus ojos, como un niño dado a luz, casi curioso y un poco enceguecido. Había visto la luz que soplaba en las mejillas de la niña eternamente adormecida. Ungió la frente divina que despedía su cuerpo y llanto, mientras sus dedos hablaban con el Mar Nuevo, que fecundaba justo en sus pies para que su amada flotara.
Tomose todo el aire que pudiera contener el universo, y a quemarropa lanzó un grito que conversaba entre si como un monólogo del llanto, estremeciendo cada pálpito de vida que había a su alrededor, enrojeciendo todos sus recuerdos, como si se tratara de una escultura de su vida tallada en mármol y acero.
Miró dos veces y sólo en una de ellas pudo ver que le amaban aun; y decidió volar junto a las gaviotas y los cerros, volar tan así como para alcanzar su eterna razón. Entonces la tuvo, como cuando tuvo su vida entre sus ojos, como cuando tuvo el primer deseo de besar la lágrima que caía en sus labios...