Esta es la historia de Melissa y su amigo Árbol. Melissa es una pequeña damita con apenas diez años de vida, de cabello oscuro, grandes ojos café claro, muy semejantes a dos luceros cuyo brillo celestial reflejan su amor y bondad. Una niñita llena de inocencia que en estas épocas es difcil de encontrar.
A Melissa le gustaba frecuentar el bosque que estaba cerca de su hogar; en especial un lugar que para ella es único y sin igual. Al comenzar a adentrarse se podía encontrar un árbol viejo y grande, solitario y apartado, como si los otros árboles a su alrededor le dieran la espalda y de él se separaran. Un círculo de dos metros de los otros lo apartaba. A ella le daba cierta tristeza el hecho de que se encontrara en soledad y por eso desde que lo encontró lo iba a visitar cada tarde después de la escuela, sin falta ella se presentaba, a veces solo lo contemplaba parada frente a él por horas y horas, otras tantas le contaba su vida como si hablara con otra persona. Con el tiempo ese árbol guardó sus secretos y se convirtió sin duda en el mejor amigo de la pequeña niña. Al irse, justo antes de que oscureciera, de él se despedía con un suspiro y le decía: "Ojalá pudieras hablar, aunque sea solo una vez te quisiera escuchar".
Lo que la dulce niña no sabia era que a su partida el árbol abría sus grandes, oscuros y viejos ojos, de mirada profunda pero tierna y al verla alejarse le decía: "te quiero, mi pequeña amiga". ¡El árbol tenia vida! Muchos y cientos de años atrás un mago se la había dado, en ese entonces anduvo entre los hombres en busca de amigos pero con el tiempo conoció el lado oscuro de sus corazones. Para él el hombre era mentiroso, traidor y despiadado, alguien no grato de confianza. Para él en el hombre no existía la amistad, pues para ellos eso solo era otra forma de obtener algo de los demás. Su único amigo era el mago que lo protegía de las hachas de los humanos. Ellos al verlo con vida, parado como un gigante de madera con piernas y brazos, lleno de ramas y hojas, se aterrorizaban e intentaban deshacerse de él. Ambos se ocultaron en el bosque por largos años, pero llego el día en que el mago murió y lo dejó solo.
Los humanos, al saber que no tenia más la protección del mago, decidieron quemar el bosque donde vivía el extraño árbol, más logró huir de la catástrofe. Al mirar atrás pudo ver como el fuego arrasaba su hogar, a sus amigos los animales y a los otros árboles. Todo quedó convertido en humo y cenizas. El árbol vagó entre montañas y bosques hasta que encontró el que ahora mora desde entonces. El gigante de madera se sentó y en un sueño largo y profundo se exilió del mundo.
Los años pasaron, llegaron los siglos y un día escuchó los susurros de una niña, temía abrir los ojos, aunque se moría de ganas por verla pues tenia mucho que no escuchaba la voz de una persona y mucho menos una tan dulce y tierna como la de ella. Tenía miedo de asustarla y decidió no verla hasta que se marchara, así, cada tarde atento la oía. Al principio algo molesto y desesperado quería que se fuera pero nunca se atrevió a espantarla. Después se acostumbró a sus charlas a veces tan conmovedoras que derramaba tenues lágrimas para acompañarla en los días de tristezas, cuando ella se acostaba sobre sus raíces y lloraba desconsolada. Otras tantas disfrutaba de su risa y aún más, en los otoños que era la época en que tanto se divertían, pues Melissa disfrutaba hacer crujir las hojas secas que de las ramas caían, el sonido que provocaban al pisarlas le causaba tanta risa y felicidad a la niña, que el árbol inevitablemente se contagiaba de la misma, pero se la aguantaba para no asustarla. Otras veces le hacia cosquillas al abrazar su grueso tronco que en ocasiones no podía evitar que sus ramas se moviesen.
Una vez llegó de la escuela y grabó con la punta de metal de su compás un corazón en el tronco y su nombre en medio. Para el árbol ese era su corazón con lágrimas en los ojos le dió las gracias a la niña y la despidió. Claro, ella alejándose ni cuenta se dió.
Una tarde llegó corriendo con sus ojos llenos de lágrimas y lo abrazo diciendo: "No volveré a verte, me mudo pero no quiero irme. Lo siento, ya no podré verte". El árbol se estremeció con lo que escuchó, no soportó más y sus ojos abrió. Las lágrimas brotaron, el viejo roble estaba llorando y ella repentinamente las sintió, y alzó su mirada. Él árbol la veía y ella huyó asustada, corrió a su casa y el árbol al verla marcharse horrorizada, en la tristeza hundió su alma. Solo dijo susurrando: "¡Por favor... no te vayas!" Y aquellas lágrimas que lo despertaron hace cuatro años, ese cálido y delicado llanto, fue lo último que de ella sintió.
Pasaron tres meses y ella apareció, no se acercó más al árbol. De lejos lo contemplaba. El viento acariciaba sus ramas y algunas hojas secas en el suelo levantaron el vuelo. Ella se quedó allí parada recordando todo lo que le había contado. En ese momento un silencio profundo reinaba, el árbol abrió sus ojos y no dijo nada al verla parada entre los otros árboles frente a él. A veces entre dos amigos las palabras no son necesarias, ellos en ese momento no las necesitaban, ni las necesitaron cuando estuvieron juntos por largo tiempo, cuando ella lo visitaba y en su sombra se cobijaba a pensar o simplemente soñar. Todo lo recordaron en ese momento. Por último Melissa le dió las gracias y se dio vuelta, con paso lento y melancólico se retiraba, ese día para siempre se marchaba y el árbol dijo: "Te quiero, pequeña damita, mi dulce amiga... Melissa". Ese fue su adiós, más no su despedida, pues él tenía gravado su nombre en el corazón y ella el recuerdo de su amistad que en su mente se quedó. Él árbol triste volvió a dormir y ella partió de allí, nunca más se volvieron a ver, pero a veces se reencontraban en sus sueños otra vez.
|