« VIAJANDO EN COLOR SEPIA »
(Crónicas de un viaje a España en 1905)
mariodelafuente@chile.com
« LA SEMANA SANTA EN SEVILLA »
El tren avanza hacia el sur, va recorriendo las llanuras de Castilla, secas , polvorientas y desoladas como cada verano, tan hambrientas de vegetación como avara de dinero la mano de un pobre mendigo. La Mancha,. Pelada como la cabeza de un calvo, enteramente desprovista de árboles, ostenta orgullosa su modesto vestido primaveral, ostenta delicado y aterciopelado verde que sonríe a lo lejos. Pero el placer de vestir sus galas de primavera dura poco tiempo para este suelo, que después de pocas semanas estará de nuevo bajo la mortaja gris amarilla con que le cubre el padre sol.
Todavía sopla brisa fresca de las cimas coronadas de nieve de la Sierra de Guadarrama. Pero en cuanto el tren ha trasplantado los salvajemente pintorescos desfiladeros de la Sierra Morena, entre de nuevo en el reino hermoso y atrayente de la florida primavera. Penetra por la ventanilla aire húmedo y pesado, que se diría viene de un invernadero. Pero después nos rodean praderas que parecen jardines, en las que el rojo de las amapolas disputa el imperio de color dorado luminoso de la Prímulas. De cuando en cuando, aparecen aldeas somnolientas, escondidas entre las flores de la pradera. Parecen estar soñando el sueño de la bella encantada. Más lejos ágaves y cactus saludan al tren al pasar, y por último, aparecen los primeros mensajeros que anuncian la ciudad de Sevilla ; son los jardines de rosas, y los huertos, de naranjos con sus árboles cargados de frutas maduras, cuyo oro reluciente brilla entre las verdes hojas. Un almendro viejísimo, seco y nudoso, que lucha desesperadamente para seguir viviendo en medio de aquella exuberante vegetación, nos alarga, como si quisiera estrechar nuestras manos, una rama cubierta de flores rosadas.
Altas , esbeltas palmeras se inclinan saludando; continuamente surgen en nuestro camino, nuevos ejemplares de floreciente vegetación, que se nos antoja nos traen el saludo y la bienvenida de la ciudad de Sevilla.
El tren entre el blanco laberinto de calles de Sevilla, de un sopetón, se asoma la centinela de la ciudad, la torre de la Giralda. Roncando y rechinando entramos por fin a la estación .
La estación y la ancha plaza están completamente desiertas a esta hora de la tarde. Sobre la ciudad ha extendido la Semana Santa, extraño, casi abrumador silencio. Hasta la voz del bronce de las campanas ha enmudecido en santo dolor. En vez de esas campanas, es el, traqueteo de la matraca el que llama a los fieles al templo con su voz ronca .
Pero a medida que se ingresa a la ciudad, desaparece poco a poco este silencio solemne de devoción. Todo Sevilla riendo y charlando, se presura a llegar a la Catedral para ver la procesión. De repente la corriente humana se detiene paralizada por un muro humano impenetrable. Ante la muchedumbre pasa una extraña procesión que parece evocada, salida por obra del encantamiento de la más oscura Edad Media. Encapuchados pasan delante con paso rígido y solemne. Surgen como fantasmas de fantástico aquelarre, y antiguos relatos de procesos de brujas y herejes despiertan en mi memoria, pues sólo en ellos, jamás en la vida real, había visto tan lúgubres apariciones. Hábito negro envuelve el cuerpo de estos fantasmas cuya cabeza está cubierta por un gigantesco sombrero cónico, puntiagudo, de casi un metro de altura. Del sombrero cuelga sobre la cara, hasta la altura del pecho, un paño negro en el que hay tan sólo dos pequeños agujeros para los ojos. La cintura de este hábito de penitente está atada alrededor de un nudoso cordón, y las manos del encapuchado sostienen groseras cruces de madera o barras de metal. Estos encapuchados van delante de las andas que portan a la Virgen Maria, vestida de rico manto bordado en oro.
De cuando en cuando se detiene la procesión, se ponen las andas en el suelo, y distintas mujeres jóvenes salen de la muchedumbre y cantan levantando la vista hacia la Reina de los cielos. ¿Es acaso una plegaria pidiendo un anhelado deseo del corazón ?.
Los hasta treinta hombre, ocultos por un paño negro, que cargas sobre sus hombros las pesadas andas han descansado ya bastante tiempo. El “llamador” colocado delante de las andas, da la señal de marcha. A la señal sigue una sacudida de las andas, se levantan , y de nuevo avanza la procesión algunos metros más. Y luego sigue una hermandad después de otra hermandad. Cada uno de estoa grupo lleva especiales distintivos en el hábito. En esta ocasión, es de diferentes colores: blanco, violeta y gris, y azul el puntiagudo capuchón. Con frecuencia van junto al padre, vestidos de igual hábito, todos los hijos, hasta nenes de cinco años.
Todas las hermandades están animadas por el más ardiente celo religioso, y la gran ambición de cada una de ellas, es sobrepasar a las demás en la magnificencia de los pasos, en los que desfila ante el espectador toda la pasión y muerte de Jesucristo, desde la oración del huerto hasta el entierro. En la procesión toman parte naturalmente el clero, la autoridades municipales y las del estado. El clero ostenta todos sus ornamentos. Aquí y allá aparecen grupos de legionarios romanos, la Verónica lleva el paño de lágrimas del Señor, numerosos ángeles acompañan la procesión y bandas de música tocan continuamente la misma marcha estrepitosa y sonora. El alcalde saluda solemnemente a cada una de las hermandades en la Plaza de la Constitución que parece entonces una sala de teatro.
Hileras de sillas la llenan por completo, todos los asientos están vendidos con anticipación; también los balcones de las casas de alrededor están de bote a bote, sólo se ve un mar de cabezas.
Pasan las horas, y en cuanto empieza a anochecer se encienden en las andas cientos de velas de cera. Cada uno de los penitentes encapuchados lleva un enorme cirio encendido en la mano. Como una mar de luz avanza lentamente hacia la catedral la solemne procesión. Penetra en las magníficas naves de la catedral para salir por el portal opuesto otra vez a la calle.
La catedral ha sacado todos sus tesoros para Semana Santa, se engalana con magnífico esplendor. En el altar mayor arden enormes candelabros de bronce, el célebre tenebrario y el gigantesco cirio bendito que pesa siete quintales. En la nave del medio se levanta un gran sepulcro de Cristo que contiene el cuerpo del Señor durante los días santos. Cientos de lámparas y cirios alumbran con raro y glorioso brillo con olor a grasa y kerosene quemado, el enorme catafalco de más de treinta metros de altura, forrado en raso blanco y con adornos dorados.
En la noche del Jueves Santo se canta en la catedral el célebre miserere de Eslava, pero es imposible oír con tranquilidad los solemnes acordes porque todo el mundo habla alrededor. En las gradas de las capillas, y sobre la tumba de Colón, se sientan los que están cansados. Aquí una mujer del pueblo amamanta a su hijo que grita y llora, más allá un verdadero fardo de harapos duerme profundamente.
Por todas partes la muchedumbre que se agolpa trata de marchar hacia delante, abriéndose camino a codazos.
Sin embargo no se debe aplicar aquí el estricto y rígido criterio de las fiestas religiosas del norte, pues se corre el peligro de juzgar injusta y duramente. Además se puede decir que esta fiesta religiosa es el resultado del desarrollo histórico. ¿Acaso nuestro cristianismo germánico no se ha combinado con viejas prácticas paganas?. Por ejemplo la fiesta de navidad en la que se celebra también la fiesta pagana del solsticio de invierno.
Hay en España, todavía hoy en 1905, mucho que se ha heredado de los moros, y tal vez inconscientemente influye esta herencia en la concepción que el pueblo tiene el templo de Dios.
Hay que recordar que para los musulmanes la mezquita era con frecuencia lugar de reunión y universidad al mismo tiempo. Sin embargo haciendo a un lado las suposiciones queda la realidad, y ésta demuestra que para el español la adoración del señor y de la Virgen Maria es siempre un culto placentero que eleva al cielo la dicha de vivir, ya celebre la fiesta del Corpus o la pasión y muerte del Redentor.
Inolvidable me será una hora de devota y solemne adoración, tan lejos de mi tierra, empapada del espíritu del cristianismo, vivida en medio de esta alegre festividad religiosa, más aún sabiendo que no soy creyente.
En la mañana del domingo de Pascua había subido a la Giralda, a la torre de la catedral, joya de la antigua arquitectura árabe. A mis pies se extendía el inmenso laberinto de las blancas casas de la ciudad. Brillo de sol que bañaba la extensión luminosa. La extensa, hermosa bóveda azulada del cielo se extendía omnipotente sobre la ciudad, engalanada con traje de fiesta, como protegiéndola y bendiciéndola.
De abajo suben algunos que otros acordes del órgano que acompaña el canto de la misa. De repente resuenan en el aire los repiques de todas las campanas de la torre, mudas hasta entonces, que alegremente pregonan que Cristo ha resucitado. Y alegremente se unen a ellas las campanas de las torres de otras iglesias, anunciando la buena nueva a la tierra con sus claras voces. ¡ A la tierra dorada con vestido de Pascua por la hermosa primavera.-
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