El calor agobiante atravesaba su piel y llegaba a su estómago. Este, cansado de hablarle con mensajes subliminales, avisó a su boca dejándole la lengua como trapo de cocina tendido al sol sin lavar. Urgía un helado. Grande. Ahora sí leía el mensaje del estómago.
Deslizaba su amplia anatomía por entre los sudores de cuerpos empapados que deambulaban sonámbulos por las aceras del centro y… ¡Ecolicuá! Un carrito de helados--mantecados de mil colores, almibarados, con cucuruchos de barquillo, con galletas tostadas, con sombrillitas chinas, con bengalitas de colores…MMMMmmmmmmm
• Póngame uno grande con tres bolas de gustos diferentes.
• ¿Lo quiere con caramelo líquido por encima?
• Si, claro.
• … y una galletita doblada tostada de barquillo?
• Por supuesto.
• Estas briznas de colores le quedarían bien sobre el helado. Son de dulce azúcar.
• Bieeeeeeeeeeen!!!
Un muchacho de apenas catorce años apoyado en una farola., miraba el enorme helado, el rey de los helados.
Sacaba el dinero del bolsillo para pagar el capricho contra el calor.
Mientras tanto, en el otro extremo de la acera, una joven con gafas de cristales tipo culo de vaso acababa de sacar los cuatro perros a pasear, como de costumbre: Un Shnauzer, un Mastín Napolitano, un Dogo Noruego y un Ratonero Valenciano.
Una pareja de ancianos, él con bastón, acababan de salir del consultorio médico y se dirigían a casa por la acera del carrito de horchata y helados en dirección contraria a la conductora de canes.
Comenzó a deleitarse hundiendo la cucharita de plástico rosada en una de las bolas. Las papilas se abrían desaforadas esperando el dulce néctar en el mar de saliva en que se había convertido su boca.
No tenía ojos más que para su montaña de helado de colores, fue por eso que no vio el charco de agua sobre las baldosas de mármol, junto a la heladería.
Antes de reaccionar con su mente en momento tan crucial, estaba haciendo una pose de ballet con las manos en alto tratando de salvar su preciado tesoro mientras su culo ejercía un impulso hacia abajo proporcional a su peso, imaginó su velocidad, pero antes de dar con él entre pajitas de colores y vasos de plástico revueltos con servilletas arrugadas y colillas, una mano ágil y fuerte se apoderó de su preciado bien, supuso que para que no cayese al suelo y se desperdiciase, pero no, aprovechó la multitud para escabullirse como alma que lleva el diablo. Y ojalá se lo hubiese llevado, le dolió más que el golpe en el suelo y el tarro de naranjada que se volcó al golpear con su espalda el lateral del carrito y lo bañó de amarillo.
El pobre magullado no se dio cuenta, por estar a nivel de suelo, del periplo que inició su helado.
Aún no llevaba dos chupetones el muchacho de la farola a la bola de fresa, cuando el Shnauzer Sal y Pimienta se le metió entre las piernas. Él chico tiraba con la pierna y el perro saltaba y aullaba queriendo huir de aquella trampa. El Mastín Napolitano blandió las arrugas profundas de su piel y enseñó sus colmillos al muchacho, que, atemorizado no se daba cuenta de que se liaba más y más entre las correas de los sabuesos.
No duró mucho el helado en su mano diestra; salió volando con la galletita a modo de peineta andaluza y dos de sus bolas se posaron como dos huevos sobre el pelo rojizo de una señora que miraba un escaparate.
La otra bola cayó en el cristal izquierdo de los lentes de la muchacha. Al echarse mano de manera automática, la aplastó dejándole la cara llenita de color crema y ahogó un grito de rabia. Ahora sí que se iba a fijar todo el mundo en ella.
Soltó los perros apurada por limpiar su rostro.
El del helado trataba de levantar su generosa anatomía pero volvía a resbalar cada vez, cayendo y manchándose algún trozo aún limpio de sus pantalones claritos de verano.
Los gritos y voces de los viandantes no llegaban a ser escuchados por los ancianos, concentrados en recordar lo que les acababa de decir el médico.
La abuelita tuvo el antojo de tomarse un café con leche al pasar delante de una cafetería, en la terraza, por supuesto, le gustaba deleitarse mirando la gente pasear. Su marido le quiso complacer y se sentaron en esas sillas tan cómodas de plástico blanco que tienen apoyabrazos.
El camarero pasó al interior del local pidiendo en voz alta: ¡¡ “Un café con leche y un cortado descafeinado. Los dos con sacarina” ¡!
Los abueletes sonreían viendo cómo la gente bailaba en la acera un baile de esos modernos y extraños en el que la gente se tiraba al suelo y gritaba. Algunos hasta se pegaban, pero era todo de broma, la música fuerte que salía de alguno de aquellos bares les hacía moverse entre perros que ladraban y una muchacha que le pegaba en la cabeza con un cucharón para bolas de helado a un señor gordo que desde el suelo le tocaba las piernas. Lo que no sabía es que solo quería levantarse.
Y aquella pobre chica que limpiaba sus gafas se estaba perdiendo todo el espectáculo.
• Ves, Mariano, ¿Ves como haber elegido este centro médico es más divertido?
• Será para ti, a mi los bailes de ahora no me gustan nada.
Donde esté el tango…
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