- ¿A dónde iremos esta vez? – dijo Miguel
- Nada de destinos enredados, ni a lo indefinible. Busquemos un lugar que nos guste a los dos. – Lo ojos de Andrés estaban llenos de ilusión.
- Hablaremos mañana, ya es muy tarde.
Al levantare, tomaron leche tibia, sustancia adictiva de sus tiernas mañanas de la niñez.
Juntos fueron al taller. Andrés tomó la palabra:
- Quisiera estar frente a frente con Sócrates
- ¿Con nuestro perro? Dijo Miguel con cara de sorprendido
- No, idiota, con el filósofo.
- Mejor presenciemos el momento de la crucifixión.
- ¡Otra vez sopa!. Mejor conozcamos a los Aztecas.
- ¡Las cruzadas!
- ¿Y si volvemos y nos desquitamos de los Valdez?
- Cuántos golpes recibimos de esos malditos, siempre volvíamos llorando a casa.
- Tal vez podríamos regresar al momento del accidente y ...
- No, no podemos cambiar los hechos, debemos ser meros espectadores – Dijo Andrés, mientras acomodaba su larga melena colorada.
Un silencio incómodo sobrevoló por el ambiente.
- ¿Y porque no el futuro? Tal vez consigamos ese perro robot que siempre quisimos tener.
La propuesta de Miguel fue rápidamente aceptada por su hermano.
El viaje fue perfecto. Ocultaron la máquina y comenzaron a caminar. No había robots de bienvenida ni hologramas de caridad. La ciudad parecía vacía ... una fría lluvia los envolvía ... había algo en el ambiente, tácitamente presente, que los estremecía.
Transitaron por una larga avenida hasta llegar a una especie de valla metálica.
Un pequeño harapiento, salió corriendo desde un rincón. Un guardia lo alcanzó y lo golpeó con furia. Las sirenas comenzaron a sonar...
Sobre una de las calles, unos niños eran apresados por los uniformados. Con violencia los obligaban a ingresar a un gigantesco cubo metálico.
Los mellizos observaban conmocionados el accionar. Uno de los guardias los vio y dio la voz de alerta.
Los hermanos comenzaron a correr con desesperación. Los guardias los corrieron unos metros, pero luego volvieron hasta el cubo de metal. Miguel y Andrés regresaron hasta la máquina y fijaron la fecha. Recién recobraron la calma al ver nuevamente el taller.
Destruir el artefacto o hacer algo por la humanidad. Posiciones tan disímiles los enfrentaban una vez más, pero lograron un acuerdo y emprendieron el que juraron, sería el viaje final.
Al llegar a destino, escondieron el artefacto y emprendieron marcha sobre una angosta callecita empedrada. El sol caía sobre los tejados de una vieja casa bastante deteriorada, poco arreglada. De un rincón surgió un pequeño cachorrito que comenzó a mordisquear las zapatillas de Miguel.
Una mujer de largo pelo pelirrojo se asomó, pidió disculpas por los modales del perro y con amabilidad les preguntó que necesitaban.
Andrés se acercó y temblando la tomó de la mano. Miguel, con los ojos llenos de lágrimas la abrazó.
Los hermanos se quedaron un momento contemplando ese rostro, que todos los días los acompañaba desde la mesita de luz, la acariciaron tiernamente y agradecieron al tiempo por esa nueva oportunidad. |