Ella llega silenciosa y precavida, cautelosa y altiva, y tú sin siquiera saber de su presencia la dejas entrar como si fuera una amante salvaje, insaciable, deseosa de tu carne. Luego, te penetra sin que te des cuenta.
Pasado un tiempo te preguntas desesperado cómo ha sucedido, cómo has llegado a estar así, y recuerdas vagas experiencias pasadas e intentas darte una explicación basándote en ellas: desconoces posibilidades remotas y abundas en conjeturas improbables, hasta creas situaciones que no te han sucedido para explicarte cómo ha sido posible que ella, tan escasa de cuerpo, haya llegado hasta ti.
De repente tu memoria se activa. Recuerdas con desconcierto aquella mujer que besaste apasionadamente detrás de aquel kiosco de diarios y te preguntas si ella te habrá contagiado a ti o si tú le habrás pasado el virus a ella.
Sabes que la tienes adentro pero no cómo llegó. Sigues buscando respuestas en tu memoria y encuentras la imagen de un vagabundo con barbas largas y desprolijas, recostado en la estación del ferrocarril, tosiendo desaforadamente y esforzándose por respirar. Te acercas demasiado a él y le tomas una fotografía, y luego otra, y una tercera, de diferentes ángulos y perspectivas: crees, sin demasiada humildad, que ganarás ese dichoso concurso que sale en la revista “Fotografiando”, pero luego ves el resultado y te das cuenta que una simple fotografía no te sacará de tus problemas económicos ni te salvará en ciertas ocasiones en las que uses a tu profesión como una excusa para no pagarle a tus amigos la plata que les debes.
Permaneces exhausto, tirado en la cama como un trapo, parecido al que te has puesto en la frente para ayudarte a bajar la fiebre. Sientes dolores en todo el cuerpo y no puedes dormir. Estás postrado como un hombre viejo al que sólo le queda la muerte por delante, y comienzas a pensar cosas sobre tu pasado y futuro.
Llamas a gritos a la mujer que hasta hace semanas vivía contigo y no encuentras respuesta. Te sientes solo, agobiado, y te vuelves a preguntar cuándo fue que ella irrumpió así en tu vida y te quitó varios sueños, pero encendió otros causados por tus desvaríos y locuras. La fiebre aumenta y no tienes quién te ayude.
De pronto escuchas ruidos y multiplicidad de voces: la de tu madre cuando estabas en las mismas condiciones que ahora y te traía yerbas medicinales que nunca daban resultado; la de tu padre que te gritaba indiferente al dolor que sentías y te recordaba que él había pasado días sin comer en los campos de concentración nazi y que nada de lo que pudieras llegar a sentir, en cuanto a sufrimiento y humillación, se comparaba con lo que él había vivido; la de la mujer que vivía allí contigo y se fue con su jefe por tu dejadez y letargo, y por las limosnas que tenías de sueldo.
Tu cabeza es un hervidero de voces del pasado, tu conciencia le ha cedido paso a los delirios que provoca la gripe, dices incoherencias a montones, y nadie te escucha.
Tienes una reminiscencia: la última imagen de tu madre antes de morir y su posterior muerte absurda y estúpida.
La fiebre va en aumento y los dolores también. Ya casi no puedes respirar por la mucosidad que hay en tus bronquios y no puedes creerlo. Sabes que se acerca la muerte, silenciosa como la gripe, pero más veraz y certera. Morirás por una simple gripe. Igualmente no te reprochas no haber ido al médico cuando tuviste la oportunidad. Recuerdas, con desgano y apatía, como te reprendía Claudia e insistía en que fueras al doctor, aún cuando no estaba contigo. Ella te quería y tú preferiste la abulia y la pereza a su compañía. Te desconciertas al pensar cómo reaccionará ella cuando se entere de tu muerte. Supones que se sentirá culpable por no haberse quedado a tú lado en tus últimos días, pero igualmente, aunque en realidad deseas saberlo, nunca lo sabrás.
Ariel Bernardo Staravijosky
Junio 2005
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