El cuento del perro.

Mis hombros siguen cargando el egoísmo desalmado de siempre, hasta las acciones más insignificantes se tornan en pleitesías hacia mi persona. Es increíble su persistencia, ni el sentimiento más limpio es capaz de escupirle la cara a aquel insufrible.

El pobre perro, estaba muerto de sed y tratando de ocultarse del acérrimo sol, se tendió bajo el alero de mi casa. Cuando me percaté de su llegada, mi primera reacción fue correrlo (porque no me gustan las pulgas), pero vi su cara chistosa y un “sentimiento conmovedor” se apoderó de mí.

Entré a la casa, busqué el recipiente más viejo y lo llené de agua. Después me preocupé de encontrar comida para perro y la serví en un envase plástico. Salí de ésta, crucé la calle y la coloqué junto a un árbol.

Cuando estaba del otro lado de la calle, observé al perro beber agua, y pensé que esta era “mi buena acción del día” y me entré para seguir inmersa en mi propio egocentrismo. Luego me dije a mi misma: “Es tan agradable ayudar al otro, pero siempre mirando desde la vereda del frente”.