Algunos pensamos que la ciudad está dormida, pero quizás no lo está. Y pensamos qué quiere decir que una ciudad esté viva; qué significa que una ciudad viva, exista, respire.
Que es lo que hace que una ciudad muera sin remedio, sin alivio, sin que sus habitantes, dormidos, cansinos, desesperados, se enteren de su agonía.
Una ciudad no la hacen vibrar sus fiestas de descontrol, ni su gente elitista de sus barrios caros, ni sus teatros llenos. Una ciudad no muere porque le falte espectáculo, ni grandes aglomeraciones, ni expresiones artísticas de nivel, ni festivales de alfombra roja.
Una ciudad no sólo vive a través de las ramas raquíticas de sus árboles, ni a través de los gritos de sus niños, ni de las conversaciones cuotidianas en sus bancos, en su Metro, en los pasillos subterráneos donde se refugian del frío los más débiles, los más fuertes.
Una ciudad tiene un pálpito independiente, y no le debe la vida ni la muerte a nadie, y menos a quién cree que la dirige. Una ciudad está viva cuando escapa de todo esto, cuando no importa si pierde o gana habitantes mientras estos vengan o se marchen por cariño, por inquietud, no por necesidad.
Una ciudad se muere cuando la quieren cambiar continuamente, y lavar y adecentar, sin querer entender su ritmo vital, como cuando alguien sin experiencia recorta las hojas de su planta medio marchita para dejarla más vistosa, y lo que hace es firmar en pocas horas su sentencia final.
Una ciudad es fácil de torturar, porqué está indefensa a la voracidad de los iluminados que nos quieren educar, porque es inocente y siempre se deja hacer, confiada de la gente. A una ciudad le hacen daño fácilmente, abriendo brechas sin cuartel, tapando agujeros con cemento, apartando a la gente de las calles, a las calles de la gente, al movimiento del espacio, al ruido del desierto.
Pero una ciudad se resiste orgullosa cuando no desprecia a ninguno de los que palpitan con ella, cuando deja que la gente repose, y pasee, y piense, y se enamore, y folle, en sus espacios.
Algunos pensamos que en general, demasiados están impregnados de pragmatismo, pero yo a veces pienso que esto no es del todo cierto.
Entonces me pongo a pensar qué es lo que hay escondido en el interior de muchas cabezas; cuantos de los que me cruzo en el día a día, han escrito como yo escribo, en silencio, a solas, en el anonimato; han escrito cientos y cientos de hojas, a través de los años, a través de los pisos, de los distintos barrios habitados, de las diferentes calles paseadas, bancos visitados, rincones recordados; han escrito siempre escondiéndolo bien en sus cabezas, en nuestras cabezas, en nuestros armarios cerrados, en nuestras libretas de anillas (que sucumbirían en un derrumbamiento a traición, hecho por las grúas de nuestro Ayuntamiento, para salvar unas vidas).
Cuantos han escrito como yo cosas y las han dejado guardadas para siempre, en carpetas enterradas bajo otras carpetas; cuantos han soñado en palabras absurdas tomando vida en músicas delirantes; cuantos han dibujado pensamientos indescriptibles y los han colgado en la habitación olvidando decir quién los ha hecho.
Pienso, me gusta pensar que hay un mundo escondido, que como siempre acabará explotando, sin presiones, en el momento que lo tenga que hacer, con espontaneidad.
Esto es lo que mantiene viva mi ciudad, la de los pensamientos que subyacen, esperando el sitio por donde expulsar la lava; este es el secreto de esta ciudad, la que no se deja vencer y que siempre nos sorprenderá. ¡Como te han maltratado, en nombre de no sé qué! ¡Como se han atrevido a enterrarte a beneficio de una imagen ficticia que quería imitar a una ciudad que nunca vas a poder ni querer ser!
Pero tú siempre te has resistido, y aunque te dejas hacer, siempre te acabas revolviendo, anárquica, tozuda, indomable, abriendo socavones cuando menos se lo esperan, tejiendo raíces allí donde lo creían imposible, dejando al descubierto muros donde han colgado frases anónimas esperando el lector amable y cómplice que las entenderá, mostrando al sol de otoño las pinturas brillantes de unos cuantos aerosoles robados una tarde de verano que diez cuadrillas de limpieza no han conseguido eliminar, bajando tus bosques a escondidas, por la ladera, acercándote cada vez más a las casas, a la gente.
Escribo desde ti, entre tus calles, entre tus casas llenas de historias interminables que me hacen imaginar episodios interminables de latidos urbanos de todas tus épocas, siempre tan turbias, tan complicadas, tan llenas de acontecimientos… Tantos años de adoquines arrancados, de columnas de humo inquietantes señalando hogueras sin madera, de locales llenos de libros para que los leyera todo el que quisiera, de ateneos para representar teatro sin normas, para discutir sobre la vida y la muerte, para montar escuelas breves de largos resultados; de playas que han vivido la miseria y la tristeza de las barcas que no volvían después del temporal, de pisos microscópicos para estos marineros que no sabían estar en tu suelo, de playas que han revivido a fuerza de pala y pico, y que a fuerza de olas traicioneras, se vuelven a vaciar. Tantos años convulsos y otros tranquilos y florecientes, no pueden desaparecer por querer hacerte parecer a otra, por querer convertir tu barrio canalla en refugio de nuevos ricos que sólo quieren un buen rendimiento a su inversión y a los que la vida de la calle donde da su nuevo piso les es tan extraña que anuncian el Apocalipsis si no la hacen cambiar, y gimen de rabia, mirando de reojo, sabiendo que tienen bastantes bazas para acabar ganando en sus discursos catastrofistas e hipócritas, y vacíos de sentimiento, y de verdad. Tus calles del sur son sucias, estrechas, de oscuros y claros, y tan llenas de gente que nunca te sientes inseguro en ellas. Tus rincones del norte respiran un aire cortante, frío en las noches de invierno, y dejas llegar desde arriba el olor de tus eucaliptos que alguien se equivocó plantando en medio de tus bosques. ¿Y todo ese hormiguero entre los árboles de las montañas que te rodean? Quizás tanta casa te acabará ahogando pero es tu manera natural de recibir a todo el que quería acabar reposando en este estrecho pasillo al mar.
Escribo sintiendo todas tus luces brillar abajo, mirándote desde tu parte más alta, desde el observatorio que forman tus barrios que fueron de veraneo, y luego refugiaron casas, casitas y barracas para el que cogía las piedras con sus propias manos y se hacía un sitio, sin dueño, en el que poder sentarse a pensar.. Ahora todo es una gran mezcla ni atractiva ni horrible, simplemente llena de tu vitalidad.
Cuantos de los que me cruzo en los pasillos del Metro escriben como yo, impulsados por tus latidos, por la gente que acoges, por tus piedras llenas de historias aún no desveladas.
Pero yo sigo pensando que no podemos hacer nada por la vida y la muerte de una ciudad; nosotros cabalgamos en su historia y nos dejamos llevar; luego algunos estudiosos dirán que estos o aquellos marcaron esa ciudad, crearon movimientos, la hicieron cosmopolita o interesante, pero yo creo que somos piedras sobre más piedras, y la ciudad nos deja quedar, y pensar con ella, y dejar igual nuestra señal, en sus muros abiertos y cambiantes, y en espacios que nunca se dejarán dominar.
Nosotros somos aún más perennes, más insignificantes en los siglos y siglos de su vida y muerte, que todas sus calles, rutas y murallas, y nuestras hojas escritas desaparecerán antes que las señales de sus esquinas, y los complicados caminos del agua desembocando en el mar. Tanta gente ha vivido, sentido, y desaparecido en estas calles, pero su perdida no es sin sentido, sino que suma y suma, y se adhiere, año tras año, siglo tras siglo, para hacerte como eres, sencilla, tranquila, entrañable, enigmática, y tozuda en tu imperfección y irracionalidad.
MAGDALA 2006
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