La cara de aquél sujeto era una máscara blanda con huecos azules; yo recorrí con la vista los anaqueles que atesoraban objetos inutiles en hileras simétricas.
Optamos por la persuación antes que por las amenazas que llevaban a los inevitables golpes y gritos.
Mario ostentaba un revolver que de tan grande se le caía continuamente de las manos, yo entré al comercio con una GLOCK pero ahora tenía un puñal de hoja fina con el que me entretenía haciendo pequeños agujeros en la madera del mostrador.
Mario intentaba apoyar el cañón del inmenso revolver en la cabeza del sujeto, pero apenas podía levantarlo a la altura de su pecho para al rato volvérsele a caer.
La caja registradora estaba abierta, pero ni bien nuestras manos buscaron vaciarlas, ésta se cerraba en forma abrupta cortándonos los dedos; al fin, luego de vanos intentos pudimos birlar unos cuantos billetes que guardamos en los bolsillos de los pantalones para que no echaran a volar como pájaros.
De allí salimos corriendo, golpeándonos los bolsillos con los puños para que el botín no se nos fuera por el aire; agujereé con el puñal el pecho de los billetes hasta que las manos se me llenaron de sangre.
Corrimos en círculos, bajamos y subimos escaleras que nos llevó a marañas de corredores y que se perdían en múltiples abismos; abrimos tambien puertas ciegas por donde salimos y entramos a un mismo tiempo.
Por la mañana mientras preparaba el mate, me extrañó haber olvidado un aspecto por demás significativo respecto de Mario: un asma crónico le cortaba la respiración cuando se agitaba.
Luego, la duda en medio de la somnolencia.
¿O era Mariano el asmático?
Qué verguernza, me dije, hacía más de diez años que no veía a Mario. Según tenía entendido vivia en Rosario y era fisioterapeuta. ¡Y eso que éramos tan amigos!
El sujeto nos estaba esperando la segunda vez que ingresamos al local; esta vez la máscara blanda tenía expresiones que la arrugaban transformándola en un masacote de arcilla.
Otra vez la máquina registradora nos cortó todos los dedos, otra vez los indómitos pájaros no se hallaron cómodos en los bolsillos y rasgaron con las agudas plumas de sus alas la tela del pantalón.
Corrimos, pero al acto comprendimos que algunas cosas no estaban saliendo del todo bien. Mario despedía de su boca abierta un resuello silibante, desagradable, que pronto atrajo la atención de unos vigilantes que surgieron como de improviso entre un follaje de picaportes y espejos. Parecían buitres de plumaje azul intentando vaciarnos los ojos con sus picos, y en vano quisimos espantarlos a manotazos. Al fin le arrojamos nuestro botín de billetes descoloridos que nuestros perseguidores devoraron con ansias metódicas.
Un muro nos frustó, de súbito el escape y procedimos a escalarlo mientras, con grandes zancadas, se nos aproximaban los extraños vigilantes.
Cuando estábamos llegando al ápice del muro, éste se elevó elásticamente dejándonos a mitad del camino con las manos rotas sobre las ranuras de la superficie, imposibilitando, la singular expansión, una y otra vez, la fuga hasta que nos dejamos caer exhaustos.
Yo comprendí, ya que sus garras anhelantes tanteaban el aire, que los vigilantes eran ciegos.
Paralizados contra el muro logramos por un momento confundirlos, pero ni bien Mario rompió a jadear con su silibante resuello, sonrieron lastimosamente mostrando unos agudos dientes entre sus picos mellados y entreabiertos.
Mario cesó de jadear cuando procedí a taparle la boca, y los hice con tanta convicción que hasta dejó de respirar completa y satisfactoriamente. Los vigilantes dieron cuenta del cuerpo y yo, aprovechando el ensañamiento de aquellos buitres, escapaba de la sombra.
No debió haberme sorprendido que Mariano me trajera la noticia de la muerte de Mario. No debió hanerme sorprendido ni la noticia ni que fuera Mariano, precisamente, quien me la trajera; estaba obsesionado, a un nivel enfermizo, con la muerte.
Se sentó a mi lado jadeando y reprobó el día húmedo como una esponja: Estos días me matan.
El obituario de La Capital, abierto ante nosotros, era escueto; Mariano lamentó la falta de detalles.
Debe haber sido una muerte chota, dijo, como él.
Yo lamenté la ausencia de Mario en futuros atracos.
Deberé enfrentarlos solo, me dije, esta noche, cuando vuelva y me estén esperando. |