A todos aquellos que viven en una nebulosa fantástica de ilusiones, les aconsejo, con el mayor de mis respetos, que no lo hagan. Entiéndase por ilusiones a aquellos devastadores pensamientos del alma que a través de un férreo anhelo, producen solo un bienestar pasajero. Bienestar, que encadenado en el tiempo a raras y demoníacas profecías, se evapora raudamente convirtiéndose en tristeza y desazón. Las ilusiones existen tanto para el bien como para el mal, con lo cual he de preguntarme, estimado lector, si no nos encontramos ante el sentimiento más oscuro y tenebroso del ser humano. Muchos son los estremecimientos que se suscitan en mi atormentado cuerpo cuando me pongo a reflexionar que ese sentimiento produce la misma dicha tanto en un niño de África que anhela no morir de hambre, como la de un asesino que anhela fervientemente cometer el mejor de sus homicidios. En ambos casos la desdicha será inevitable: El niño no conseguirá el pan y morirá; el asesino terminará, tarde o temprano, preso en una cárcel. Ambos transformarán sus ilusiones en tristeza y desazón.
No recuerdo exactamente cuando fue el momento en que conocí a Patricia. Si recuerdo en forma clara y precisa, ya que su presencia, desde aquel día, habita inmóvil en mi mente, la situación en que me deslumbré ante tanta belleza. Patricia se había presentado a la fiesta de Nochebuena —organizada por mi amigo Federico—, con su esposo Manuel Murialdo. Desde el momento que la vi, con esa rubia cabellera y su cuerpo contorneado como la obra de un escultor, no pude apartarme de la tortuosa idea de, bajo cualquier circunstancia, conquistarla. Conquista, que en forma inesperada —por mi condición de tímido empedernido— no tardaría en llegar. Luego de varios encuentros furtivos, organizados por mi buen amigo Federico, Patricia y yo nos enredamos en un beso ardiente y fogoso. Claro esta, que las ilusiones que alimentaban mi alma y anhelaban un futuro junto a Patricia, no tardarían, como otras tantas, en esfumarse en el mismo instante en que ella me dijo suavemente y sin ni siquiera ruborizarse, que nuestra relación había terminado. Que lo nuestro había sido solo una aventura pasajera como tantas otras y que como los pájaros que emigran, siempre, en determinados momentos, vuelven a sus nidos. ¿Cómo explicar el resultado de mi ilusión frustrada, sin mencionar que estuve enterrado en una tristeza profunda y una desazón incontrolable? Imposible. Como todo ser humano que renueva sus esperanzas a fin de cada año calendario (buen, pero macabro, invento de la sociedad), renové mis ilusiones; pero estas tomaron cierto descarrío, que al momento de narrárselas me generan un sentimiento de bazofia mental. ¡La maté!, y no me arrepiento de ello. Pero irónicamente debo decir que no traicioné a mis ilusiones que se habían encauzado en llevar a cabo ese cometido. Me produjo bienestar. Pero duraría solo por el lapso en que me di cuenta que ya no tendría ni la mínima posibilidad de imaginar un futuro con ella: allí fue cuando nuevamente caí en tristeza y desazón. Un círculo perfecto que nunca cierra: bienestar – tristeza – bienestar – desazón; nunca detienen su marcha. Por eso juré no caer nunca más en la tentación de ese sentimiento monstruoso como la ilusión; por eso aconsejo que no se ilusionen, que no le mientan ni engañen a su mente, de lo contrario nunca podrán ver con claridad la doliente realidad que los rodea.
(FIN)
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