La mirada de Antoine Saint-Just golpeaba el infinito, al tiempo que se impregnaban en su cerebro las palabras de Camille Desmoulins: “Saint-Just lleva su cabeza como si fuera el Santísimo Sacramento”. Lejos de encolerizarse, soltó una risita divertida. “Pues yo haré que él lleve su cabeza como Saint Denis... en una cesta”.

Maximilien de Robespierre se dio vuelta y estudió la expresión perversa que se anudaba en ese rostro joven y bello. “Mente de fuego y corazón de hielo”, pensó. Ahí estaba él, El Incorruptible, atrapado por este sacerdote de la revolución, preso de sus propias convicciones y ejerciendo ante sí mismo su profesión de abogado, en un vano intento de salvar a su colega. Había condenado a muchos, pero ordenar la ejecución de su amigo Desmoulins, aunque fuera junto a otros más, era sencillamente demasiado.

Pero el Ángel de la Muerte no dejaba espacio para respirar:

- Traidores son y morirán por ello.

Robespierre enterró la cara entre ambas manos y se frotó los ojos en un gesto cansado que ya acusaba su resignación:

- Lo comprendo, Antoine. Tal vez es solo que he visto ya demasiada maldad en estos tiempos.
- Yo he visto mucha más maldad que tú.

Estupefacto e intrigado, Robespierre se descubrió y levantó las cejas:

- ¿Dónde? Dime dónde.

Un escalofrío recorrió a Maximilien de Robespierre cuando sus ojos recibieron nuevamente la mirada de Antoine Saint-Just:

- Dentro de mí.