Ese gol de Palermo...
(de Gabriel Borda)
Así es mi vieja... tiene ese olfato inoportuno de cruzarse frente a la tele justo cuando viene la jugada de gol, justo -pero justo- cuando está por llegar el grito desaforado, cuando la caprichosa -como diría Quique Wolf- acabará seducida a las caricias contenedoras de la red, justo cuando el impacto sonoro de la garganta y la boca, gritarán, junto a la tozudez del corazón, tres letras que sueltas no dicen nada, pero que unidas pueden lograr que un grito, por ejemplo en la Bombonera, retumbe hasta en la Base Marambio. Tres letras comunes como cualquiera, pero que no tienen cualquier significado y que juntas son orgásmicas: Gol. Vale aclarar que lo de tres letras puede variar, porque todo depende de la capacidad pulmonar que tenga cada uno para estirar el grito, ya que muchas veces es el contexto en el cual se enmarque semejante emoción la que va a preponderar la exacta densidad del sonido. A ver si me explico. No es lo mismo un gol cualquiera en un partido cualquiera, que un gol así, como el que grité aquella inquietante y fría noche de invierno ante el rival de siempre, en nuestra cancha y con el goleador (el numero 9) casi que en silla de ruedas; la noche en la que el tiempo se detuvo para que el deseo pase a formar parte de la realidad, para que la convicción se convierta decididamente en certeza, y para que la predicción... se haga profecía.
Como decía al comienzo, mi querida vieja era especialista en obstruir la visión en partidos de fútbol, y aclaro lo de partidos de fútbol porque llevo la estadística detallada -que no viene al caso repasar- que se cruza solamente en estos acontecimientos. Me costaba creer aquello que aseguraba el Juanca: el sostenía que la vieja hasta había echo algún cursito de perfeccionamiento para partidos trascendentales, pero mi hermano generalmente era muy exagerado. Ojo, pensándolo bien, siempre me llamaba verdaderamente la atención su intromisión frente a la tele. Si bien no era la primera vez que lo hacía, tampoco se cruzaba a propósito, en absoluto, si a la tele nunca le daba bola, menos cuando poníamos fútbol. Pero ese día no me lo olvido más.
Estábamos en casa ella y yo porque recuerdo que mi hermano, el exagerado, trabajaba. Le había tocado toda esa semana el turno noche, pobre!.. tiene una suerte para los laburos. La Nelly -una vecina decididamente hinchapelotas- le había conseguido uno de vigilante en una fabrica de colchones. A mi parecer un laburo de mierda, ¿qué puede tener de bueno ser vigilante? Asusta la palabra: VIGILANTE. Suena agresivo, irritante, aburrido... Aunque por supuesto, en casa no podemos darnos el lujo de despreciar un trabajo, y menos cuando en la heladera hay cada vez mas espacio, pero bueno, me estoy yendo al carajo del tema que quería contar, en definitiva, ese día estábamos en casa mi vieja y yo solamente, y mi hermano –compañero habitual de esas comuniones, esas misas paganas que eran disfrutar (o sufrir) juntos cada vez que jugaba Boca- no podía estar por compromisos laborales antes explicados. Y yo, cada vez que veo un partidos solo, soy mas propenso a sufrir que a gozar.
En cancha de ellos, una semana atrás, habían ganado 2 a 1. O sea que, en la Bombonera, lo teníamos que dar vuelta sí o sí para pasar de ronda. Y no era un partido cualquiera, nos jugábamos el pase a semifinales de la Copa Libertadores de América. No me olvidó más: miércoles 24 de mayo de 2000. Tengo la fecha tatuada en el bocho porque todo pasó la noche después de haber pedido religiosamente y por vigésimosegunda vez los tres deseos. La noche era noche y los sonidos exultantes. En mi reminiscencia todavía sobrevuelan las palabras que decía el Relator: ¨que la cancha era un hervidero, que las tribunas, que las banderas, que los cantos¨. Pero yo estaba en casa, claro, me moría por ir a la cancha, pero no sé que pasó ese día, lo cierto es que por hache o por be no pude ir. Ah, me olvidaba aclarar que por más que lo den por tele, el partido en casa siempre se escucha por radio. Cuestión de tradición, emoción y adrenalina .
Toda había comenzado de para bienes. El Chelo y Román ya me habían echo atragantar con la de anchoas con sendos goles. Estábamos en el segundo tiempo, ganando 2 a 0, jugando bien, y con ese resultado pasábamos. Quiero confesar que en ese momento tuve tiempo para imaginar lo que serían los días, las semanas, los meses... que digo los meses, los calendarios enteros gozando y cargando a rabiar a mis amigos gallinas. Pero ojo, uno no era boludo –y no estoy hablando de portación de cara-, todo ese manifiesto de emociones se entremezclaba, claro, con un julepe de la puta madre si nos llegaban a empatar. Y no había tiempo para ponerse místico rezando los santos evangelios ni de hacer nuditos mi pañuelo condenando a Poncio Pilatos. Tenía que dominar las emociones, trataba de controlar mi ansiedad siguiendo el partido con calma y sin nada de suplicio, aferrando al vaso de Cinzano que hacía las veces de lubricante para un gargantea seca como asfalto en verano. De repente... pasó lo que pasó: El Virrey, nuestro DT, mandó a calentar al Loco; ¡para que!... Ni bien lo vieron hacer los ejercicios típicos antes de ingresar, la tribuna explotó acorde instantáneamente en un grito al unísono (creo yo una reacción unánime de deseo, convicción y más predicción que otra cosa): "Aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir/ los goles de Palermo que ya van a venir". Fueron dos minutos de locura expresanda en un canto genuino, tanto que se me hacía dificultoso seguir lo que decía Víctor Hugo en su relato.
Era la vuelta del goleador, el ídolo, el talismán, ‘el optimista del gol´ como dirían los relatores, después de estar parado casi seis meses por una fulera lesión; y la cancha, el gentío se venía abajo. Yo mientras tanto balbuceaba con remordimiento el no haber ido a la cancha, el haberme quedado mirándolo por tele..
El vértigo de vivir un partido en casa es tal que mi vieja sabe que no me tiene que hablar. Ni siquiera preguntar nada. Menos que menos abrir la heladera, porque en casa -valla a saber por qué misterio de la metafísica- la tele está al lado pegada a la heladera. De manera tal que, cuando uno está sentado en el sillón -el único que tenemos para mirar despatarrados, cómodos y del cual nos peleamos para ver quien se sambuye primero al termino de la cena-, la visión se obstruye si abren la heladera, no sé si es lo recomendado, pero en la cocina de mi casa tampoco hay mucha opción. Es chiquita. Siempre todo va a estar al lado de todo. Y la tele no la voy a poner en el baño. En fin... a lo que quiero llegar es que iban 32 minutos del segundo tiempo cuando la pelota la agarró Martín –el goleador que volvía de la lesión- adentro del área casi en el punto penal, recuerdo y rememoro, porque hasta ahí tengo uso de la imagen. Mi vieja se hizo cargo de la escena.
Distraída y en un movimiento totalmente cansino caminó rumbo a la heladera. Yo no sé porque no le grité que se corra, que no veía nada. No me salió palabra, serían los nervios, no sé, es el día de hoy que no me explico. Bueno, la cosa es que la seguí en sus movimientos y ví como sacó la leche descremada junto con la manteca. Acomodó esas lenguas a la vinagreta que no se come nadie –creo que ya llevan más de seis meses ahí adentro-, guardó las bananas lentamente y, mordiéndose el labio inferior, calculó si le alcanzaría la picada para el niño envuelto de mañana. Todo parecía echo en cámara lenta. Como si a mi vieja yo la estuviera viendo con esa lentitud de las repeticiones de un gol o un penal dudoso en Fútbol de Primera. Faltaba Macaya explicando “Ahí vemos como muy sutilmente la señora desplaza su cuerpo hacia la parte baja de la vieja heladera Siam” Hasta yo respiraba mas despacio. Lo único que quería era que todo pasase rápido. Que mi vieja terminara con sus cosas y que, finalmente, me dejara ver el desenlace de la jugada. Aunque calculando el tiempo que había tardado, era seguro que ya se la habían quitado a Palermo. Pero lo mas raro de todo era que Víctor Hugo seguía exaltado, con el Ta-Ta-Ta... que presagia el grito de gol. ¡Mirá lo que son las cosas! que hasta llegué a pensar que la pizza grande de anchoas me la habían traído fraguada con algún estimulante raro de esos que usan los pendejos en los bailes; algo dudoso porque El Palacio de la Aceituna inspiraba en mí la más absoluta confianza, ganada a lo largo de años como cliente de antaño. Naturalmente, en casa no estaba Macaya analizando un carajo, y la vieja se movía normalmente, con la destreza y ligereza que le permitía su columna a su edad. De modo tal que, con un pestañar acelerado y una refregada de ojos, intenté que todo vuelva a la normalidad, descartando infantiles conjeturas en mis pensamientos.
Dije anteriormente que el goleador había agarrado la pelota en la puerta del área, segundos antes de que mi madre se cruce. El Loco la paró en la medialuna, de espaladas al arco, tras pase de Román. Giró muy lentamente con las misma destreza y ligereza que contaba anteriormente sobre mi madre y sus problemas lumbares. Logró su cometido. Quedó frente a frente ante “Tito”, el arquero de la contra, sin que ningún defensor se acercase para socorrer al indefenso y miedoso portero. Era rarísimo, pero juró que para mi habían pasado ya varios segundos desde que el goleador la paró en el área, mi vieja se cruzó, hizo sus cosas, y me volvió a dejar libre la visión frente a la tele. Sin embargo, todavía tenía la pelota él, no se la habían podido sacar en esos eternos segundos. Y cuando la recibió, los defensores se abrieron repentinamente, como si el numero 9 –mas rústico que nunca porque volvía de la lesión- se hubiese tirado el peor y mas oloroso de los gases que el culo de un ser humano puede expedir. No quiero ser grosero en mi relato pero tengo que confesar que fue lo primero que pensé, sino no se entiende cómo se abrieron, cómo lo dejaron, primero recibir sin apuros, después darse vuelta y definir toscamente, de manera suave, al palo derecho del “Tito” Bonano.
Fue la eliminación de la Copa Libertadores de River, con el goleador Martín Palermo casi en silla de rueda, con mi vieja cruzándose en el medio de la jugada en esos misteriosos segundos en los que la vida pasó en cámara lenta. Con la garganta a rojo, vaciando toda mi capacidad pulmonar y con el grito más grito que haya recordado; el día que el tiempo se detuvo, el día que el deseo se vistió de realidad, la convicción le hizo un caño a la certeza y la predicción... la predicción se hizo profecía.
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