El disco de pasta rodaba lentamente mientras la música del 60 fantaseaba en nuestros sueños. Sobre el sillón del living tu espectro nadaba en la tibieza de la tarde junto al amor forjado en esas notas. Subí el volumen de la canción jugando con mi cabello en un vaivén de hilos oscuros, aunque no hubo respuesta de tu parte. Como una adolescente tejiendo su destino comencé a mover mi cuerpo igual que la primera vez entrando y saliendo del aire ante el velo de tus ojos que no quería mirarme. El calor trepaba por las venas en un jadeo constante mientras mi blusa se diluía dentro de la habitación y la pollera deslizaba sus trazos desde mis piernas hasta el infinito de la alfombra. Tu semblante nada murmuró, como un zombi continuaste sentado a oscuras frente al televisor. Y mis ojos aún brillaban en la inmensidad de la casa al filo de tu sombra, meneando mi silueta hecha de tus besos al compás de la tonada, mientras una y otra vez nuestra canción se repetía en el hastío del tiempo que iba y venía desde tu piel a mi semblante. Mojé mi rostro, el pelo, los labios humedecidos con el llanto, el deseo abrupto de extenderme hacia tu cuerpo, las paredes, el cielo. Me acerqué despacio hacia tu rostro con un dejo de piedad, enredando mi corpiño en el hueco de tu cuello, rozando mis pezones entre tus labios abiertos que pedían más, gimiendo inquieta encima de tu vientre. La tarde se detuvo en una mueca de resignación que recorrió el frío de mi espalda y casi sin temor supe que te había perdido. Entonces levanté tus brazos diminutos para vestirte con el traje gris de casamiento, las piernas entumecidas de pavor, el torso rígido..., justo cuando las agujas del reloj marcaron las seis, hora en la que tu respiración se había detenido.
A lo lejos el disco de pasta aún giraba lento y melodioso con un tema de los 60.

Ana Cecilia.