Sus pasos como el plomo, avanzan temerosos, anunciando que en el momento inesperado abandonarían las fuerzas y dejarían que su cuerpo se desplomara cayendo al frío y duro pavimento.
El cuerpo yacía pálido, frío e inmóvil en aquel pedazo de madera adornado. Sus ojos ya no verían la luz del sol, ni las estrellas; su rostro no podría sentir la suave brisa del viento, ni la caricia suave como la seda; ya no podría percibir el embriagador aroma a rosas que todas las mañanas entraba por su ventana; sus labios no recibirían el beso dulce como la miel de su amado eterno; sus pies ya no podrían guiarla; su risa ya no volvería a sonar. Ahora está muy lejos, donde nadie la encontraría, donde nadie puede ir hasta no dejar éste mundo. Volando como un pájaro, jugando entre las nubes las puertas se abren. Dentro abundan los ríos con las aguas más dulces; árboles con los frutos más ricos; flores con los aromas más exquisitos. No más angustias, dolor o problemas, eso era en la vida pasada.
Sus amigos y familia se acercan a despedirla por última vez, a verla por última vez. A decirle, ahora sí, “adiós”. Su amado la contempla desde lejos. La habitación queda a solas, se acerca y le da su último beso. Sus lágrimas caen en ella. Sus ojos ya no se abrirían, lo sabía, pero no lo aceptaba.
La puerta se cierra, la tierra lo oculta. Se acerca a contemplarla por última vez. “adiós amor de mi vida” dice entre sollozos y se desploma contra el césped duro y mojado. Su cuerpo ya no tiene la vida que ella le daba, la lluvia lo moja y sus lágrimas riegan el suelo. Su vida ya no es la misma, ya no tiene sentido. Su alma se ha ido con la de su amada. Ya no volvió a levantarse. Miles de lunas pasaron; miles de atardeceres contemplaron sus ojos vacíos. Su cascada silenciosa se tiñó de nieblas, su rostro liso como las aguas del mar se llenaron de arrugas.
De su vuelo baja, se acerca, no puede verla. Se recuesta y lo abraza. “Hasta pronto mi amor”, lo besa y se eleva.
Y él siguió esperando el momento. Siguió esperando ir por su amada.
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