-¿Es tu primera vez?
No habían pasado cinco minutos todavía, y él ya esperaba sentado sobre la cama con el torso desnudo. No sabía qué diantres hacer. Había pagado a la matrona por media hora y, sin embargo, no sabía por dónde empezar. Era, en efecto, su primera vez.
Había soñado innumerables veces con ese momento. Todo comenzaba con un beso. Como el que se realizaba infinitamente en un mundo paralelo entre la doncella y el príncipe azul.
Nunca lo había experimentado. Se mantuvo firme sobre la cama. Sentía frío pero no quería que ella supiese.
Nunca antes lo había hecho.
Ella había hecho aquello tantas veces que ya ni siquiera llevaba la cuenta. Sin embargo, sólo empezó a cobrar a partir de la octava vez, fue cuando perdió su único trabajo. El individuo que había solicitado sus servicios en aquella ocasión parecía no saber lo que hacía. Sólo se había quitado la camisa y estaba sentado sobre la cama, esperando sabrá Dios qué cosa.
Un milagro.
Un milagro era lo que necesitaba si quería que aquella velada terminara con éxito. La había llamado el día anterior, alegando que requería urgentemente de ella. No obstante, en aquel preciso instante no sabía que hacer.
Estaba desesperado.
Desesperado, casi frenético era justamente como clasificaría al hombre con quien compartía la habitación. No había pronunciado palabra desde que irrumpieron en el cuarto. Ella se estaba cansando.
Quería que aquello acabara.
El fin. Él se paró y se fue al baño. Ella se hartó de todo y se largó por la misma puerta por la que había entrado. Él balbuceaba, tratando de formular palabra coherente. Lo único que escuchó de ella fue el portazo contra la puerta.
Y nunca vivieron felices.