Metamorfosis de océano en miniatura
Cuando conocí a Jessica era de esas anarcofashion que bailan regueatón protegidas por polos oscuros de anarquía, representada por una A prisionera de un círculo perfecto. Desde luego que ella nunca eligió esa tonta coraza creada tantas décadas atrás. Hubo un chico. Un crudo punkysurf que llegó con los pelos rojos erectos; algunos parches de “Leuzemia” y “Ramones” en el short y una tabla bajo el brazo con la inscripción “Fuck you”. Se hacía llamar Joey. Hasta hace un año ella iba al atardecer a visitar a su padrastro de agua: El bravo mar la había criado y hasta regalado algunas muñecas destrozadas dejándolas en la orilla. Justo ahí, en la orilla, otrora cementerio de sus ilusiones, conoció a Joey. Siempre pegado a su fiel tabla se le acercó ofreciéndole un poco de marihuana. Ella, que tímidamente lo estaba observando asombrada, olvidó todas las advertencias de su familia o de la televisión al ver ese rostro amistoso, rebelde y bello. Dijo que sí. Se sentó a su lado y tuvieron sexo con ese humo pesado y pegajoso aunque ni se tocaron. Fueron arena, un poco más de sal en las olas que acariciaban sus hipersensibles pies. Uno seguido de otro como una gárgola mohicana y su sombra pequeña y regordeta. Ese fue el inicio, la bandera roja que asegura un mar tormentoso y efímero. Las muñecas desmembradas se trasformaron en discos y maquillaje negro. Los crepúsculos playeros fueron simples tardes de cerveza y yerba en las plazas de la ciudad. Un mes duró la frenética fogata. La noche 31 fueron de la mano a la orilla del mar. El cielo y el agua se fundían en un mar inmenso, en una ola de ese mar universal. Bajo ella hicieron el amor por primera y última vez en sus vidas. Él ya tenía experiencia, en Lima millones de jovencitas lo esperaban con rimel y mechones de cabello naranja. Ella, no. Se había dejado llevar por las promesas de un mundo anarquista donde todos podían fumar y comer pizza libremente. Palabras que Joey aprendió de un amigo y éste de otro, etc. Toda una cadena de utopías. Le dolía mucho, pero se tuvo que tragar el analgésico del “amor”. Araño muy fuerte la arena soñando con ese mundo en doble pedal, de tres acordes y jeans gastados. “Todos vendrán a amarse en la playa”, pensó. Él le clavo un gemido, la beso sin ganas en la boca y se hecho a su lado. El mar conservó en sus profundos estómagos el poco de sangre y el preservativo.
Al día siguiente, él prometió regresar en vacaciones de medio año, pero no especificó de qué año. Total, no importaba. Poco a poco Jessica vio cómo se esfumaba la 4x4 de su padre.
Así fue cómo la vi mientras desnudaba esas calles desconocidas. Era un extraño y buscaba gente interesante. Por todas partes veía modelos de porcelana ensayando su pasarela. Estaba sentada en pantalones cortos, su legendario polo de anarquía y algunos parches de bandas míticas. Siempre me costó trabajo dar el primer paso con las mujeres; sin embargo, ella era una punk, otra tonta inconsecuente como yo y me acerqué con piel nerviosa hasta que fue inevitable decir: “¿Dónde puedo poguear aquí?”. Me tasó de pies a cabeza y creo que entendió que estaba solo y desesperado, más solo que desesperado. Era una marca, una cicatriz de nacimiento hecha por un Dios sangriento y vengativo con alas de buitre y dientes de rata; por haber ahorcado a mi hermano en el vientre de mi madre. “¿Aquí?, solo” y se rió. “¿De dónde eres?”; le expliqué que venía de una tierra resaqueada de ruinas y extranjeros que sólo parecía tener vida cuando moría el verdugo de todas mis células: El Sol. Gris y aburrida como un poeta al amanecer sólo se le tenía que ofrecer un trago de noche para escuchar y participar en las más intensas historias que nos conducen a un despertar en ruinas, posesos de nauseas y sentimientos confusos. Le dije todo eso en cinco letras: “Cusco”, no esperaba que me entendiera. Me senté a acompañarla. Hablamos de música, no de literatura porque lo único realmente bueno que había leído fue “Mafalda”. Ella se lo había buscado: Le ofrecí ir a beber algo en la noche. Estadísticamente, se cagó de risa. En ese sentido, yo estaba estreñido. Me dijo que tenía que salir con su novio en media hora (un moreno alto y agarrado, de esos que usan vivirís amarillos que dicen 88) pero si quería podía ir al mirador en la noche. Muy bien, fui a las diez.
Eran un colmena de gente pero la llegué a ver bailando perreo con su gorila. Compré tres cigarrillos con la solitaria moneda de mi bolsillo y me fui a dar unas vueltas por la ciudad legañosa cómo quien se dice: “Hey, hey, ¿anocheció tan pronto?”.
Me perdí, mas tenía la brújula de humo para llegar al océano. Calculo unas dos horas o más. Fui a al mar, más por la curiosidad de verlo en pijama que por otra cosa. Llegué paranoico, cuidando que no me roben. Sí, sí, el mar estaba muy lindo unido al cielo insaciable. Me la encontré vomitando oceánicamente sola. Me hice el héroe consolador acariciándole el cabello y preguntando si estaba bien. “No, no lo estoy”. Se volvió para contarme la historia de Joey. Hice lo mejor que sabia hacer en estos casos de desolación y desiertos en miniatura: Escuchar. Al final, en la escena de la playa, puse pause y comprendí el por qué. Play: “…se fue en la camioneta de su padre. Aún lo espero.” Fin. Créditos. “Te agradezco por escucharme”. Dije algo cursi que no me gustaría repetir por conservar las pocas flores de honor que tengo. Muy débil se reclino e intentó besarme. La aparté poseído por un demonio que hasta ahora no entiendo y le dije que algún día él vendría a parchar su corazón. Sentí lástima. Me recordaba a una chica que había dejado allá lejos, en mi tierra y a la que nunca más quería volver a ver. “Algún día regresará a parchar tu corazón”. Encendí mi último envoltorio de cáncer y me aleje lentamente como una ola mientras ella se quedó pogueando con su alma y con el mar.
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