Corriste por aquella pradera, envuelta en las llamas de las amapolas que cerraban tu paso, inconsciente de las mariposas que se enredaban en tu cabello suelto, volátil y liviana como la niebla en la mañana que se levanta y deja el rocío; así te levantabas ingrávida en el aire con tu vestido blanco, dejando en la tierra la melancolía de que tus pies no besen la tierra, girando alrededor de ti misma como si no fueras el centro del universo, sino estuvieras orbitando alrededor de un sol fabricado con el vacío de tu ausencia y tu recuerdo.
Te alejaste de mí apresurando tu carrera, feliz en cuanto pueden describir las palabras, ignorando que te observaba, convencida de tu dichosa soledad, entregada totalmente a los efluvios de aquellos perfumes que llenaban el aire y parecían llegar hasta las fibras de lo que debe ser el corazón.
Corriste apresurada, insensata, con los sentidos desquiciados por la alegría, quizás por la conciencia de ser quien eres, la incomparable criatura que ha acaparado para sí todo aquello que es hermoso, todo aquello que es sublime, la única persona a quien nadie negaría siquiera una mirada, un abrazo, un beso o un recuerdo.
Iba a seguir observándote pero, finalmente llegaste a tu inclemente destino y el profesor... cerró la puerta del salón detrás de ti.
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