Un día como cualquier otro, inundado de circunstancias febrilmente inicuas y matizadas para siempre del tinte falaz de lo común, arañado por las insaciables garras de la cotidianidad; un día como cualquier otro , yo, el poeta, desperté con un cuento en la cabeza, que no se alejó de mí durante todo el tiempo que hice molicie en la cama.

Pero no era un cuento cualquiera, dentro de mi cabeza retumbaba su eco y después de revisarlo cientos de veces llegué a la conclusión difusa de que era un excelente cuento, más aún, era el mejor cuento de toda la historia de la humanidad, era un cuento que merecía ser contado.

Así que sin más pérdida de tiempo me levanté y con voz entusiasmada le conté aquél cuento a mi guitarra. No me dijo si le había o no gustado, pero asumí su silencio como una atónita admiración que había quitado a sus cuerdas la capacidad para afirmar o refutar. Acaso calló por lástima y no dijo nada por compasión.

Sin hacer caso a aquél primer intento continué contando mi cuento a todos y a todo lo que veía, se lo conté a mi cama, a las ventanas de mi habitación, a la luz que deslumbraba mis ojos en aquella hermosa mañana de lunes, se lo conté a mi baño, a las puertas, a cada tableta del piso; se lo conté a papá, mamá, hermanos, sobrinos, cuñados, primos hermanos y hasta cuarto grado de consanguinidad. Agoté rápidamente el directorio familiar para llamar a contar el cuento que muchos asumían como una prueba irrefutable de mi locura.

Se lo conté a las nubes del cielo, a cada palmo de asfalto, al conductor de el autobús, a la silla en que me senté, se lo conté a las escaleras, túneles, grietas y vendedores, se lo conté a todos y cada uno de los circuitos de mi laboratorio, se lo conté a cada grano de arroz de mi almuerzo y mientras pagaba se lo conté al hombre que pasó recogiendo botellas y que me pidió una moneda, pero al ver mi cara de desolación cuando le hube contado el cuento, cambió de opinión y me dio todo cuanto tenía, al tiempo que palmeaba mi hombro en señal de conmiseración.

Se lo conté a todos y cada uno de mis amigos (que también son los tuyos) y todos me miraron de la misma manera compasiva, se lo conté a la espuma que coronaba mi café y me dolía no tener el número telefónico del cielo para llamar a Dios y contarle el cuento, sin pensar que quizá Él ya lo había escuchado y también se compadecía de mi desvarío.

Sin embargo, cuando vine aquí y quise contártelo... no tuviste tiempo para oírlo, lo dijiste de una manera que me revelaba que en realidad no querías escucharlo y... ¿sabes?, fue una verdadera lástima, porque justamente ése día, yo quería contarte el cuento, de que me había enamorado de ti.