De todas formas, Raúl escribió lo que pensaba y lo puso al correo. Sabía que debía hacerlo antes de tres días, porque después de ese tiempo ocurriría lo inevitable: Lucía iba a casarse con Santiago. De manera que podía que aquella carta no sirviera de mucho pero al menos lo intentaría.
Ya tenía, de todas formas, edad suficiente como para saber que la vida era dura: “No todo es color de rosa”, pensaba Raúl, “a mis años ya debería saber que hay circunstancias inevitables... de todas formas hay otras chicas en el mundo y aún no soy tan viejo como para preocuparme por la soledad”.
No obstante, en el fondo de su corazón, sabía que se engañaba. Santiago no era un chico como para Lucía. Ella había sido siempre la más bella, la más madura. Desde que la conoció, haría unos dos años atrás, Raúl no podía evitar pensar en ella todo el tiempo. Pensaba en ella como durante toda su vida solamente había pensado en Lucía. Pensaba en ella todo el tiempo; al levantarse, al comer, mientras estudiaba, aún mientras hacía su siesta habitual Raúl pensaba en ella y soñaba con sus rizos negros y sus ojos brillantes. No dejaba de escuchar su risa que se parecía a la fuente, que una vez (siendo aún muy pequeño) le había llevado a ver su padre en otra ciudad. La risa de Lucía era tan bella y refrescante como la fuente de aquél parque y tenía las mismas caprichosas sinuosidades y la misma pureza y creaba los mismos fantásticos arco iris que aquella agua limpia y fresca de su recuerdo.
Por eso Raúl sabía que Lucía no era chica para Santiago y por eso también fue que puso una carta de unas cuantas líneas junto con el correo de la casa, que pretendía comunicarle a Lucía, por escrito, lo que Raúl no se atrevía a decirle de viva voz: Raúl se había enamorado de Lucía y ella no debía casarse con Santiago.
El señor Narváez se levantó muy temprano a la mañana siguiente. Besó a su esposa, tomó su café habitual y al recoger las cartas para poner en el buzón se sorprendió al encontrar una hoja salpicada de témpera amarilla, esmeradamente doblada y que decía a modo de dirección: “ A la casa de Lucía”. Escrito con un crayón azul y no pudo evitar sonreír.
La boda se celebró el día indicado. “Puppy”, el perrito de Lucía y “Gras” el gatito de Juan, fueron los padrinos. En el fondo del jardín, mientras Julián daba la bendición a la pareja (con la mano izquierda), Raúl contemplaba la ceremonia diciéndose que eso no hubiese pasado si el cartero no hubiese extraviado las cartas como le había dicho su padre. Ahora era muy tarde.
“Bah”- pensaba Raúl- “Ella no es la única chica en el mundo y de todas formas a los ocho años, no se es tan viejo como para preocuparse por la soledad; al menos eso espero”.
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