Me despierta el Sol y el exquisito aroma a café recién preparado. Te libero de mi abrazo pero ya no estas a mi lado. Estoy en tu cuarto. Sin duda, con tu policromía, tus fotos y dibujos teniendo como fondo maravillosos verdes y amarillos, que se unen en los marcos y ventanas cediendo soberanía al azul. Me gusta.
Me estiro entre tus sábanas, dudando si ir en tu búsqueda, arruinando con ello tu sorpresa, o esperar que aparezcas por esa puerta, con esa blusa que ofrece uno de tus hombros, sonriéndome, sonriéndote, mientras me extiendes la bandeja con café y panecillos, cuyo sabor es otro regalo de ésta, tu tierra. Dejo la bandeja a un lado y sólo recojo tu abrazo, tus labios, que una vez más me deleitan como el mejor manjar destinado al conquistador.
Si estoy a tu lado es porque ya he quemado mis naves y no hay retorno. Sólo navegaré sobre tu piel morena explorando tus costas y fiordos. Ahí echo anclas. Me aferro a tus muslos para humedecerme de ti, mientras el viento desordena tus silencios y pausas, libera tus demonios. Esos, mis celestinos amigos.
Con movimientos sísmicos me extraes de tus profundidades para depositarme en las alturas. Bebes de mí y mi boca es tu cáliz y mi cuerpo el pan con que das sentido a tanto evangelio. Comulgamos el uno con el otro y me confirmo que sí, son lágrimas las que tengo en los ojos. Tú no preguntas nada, sólo las fundes con la humedad de tus labios y ese gesto me hace sonreír. Tu ternura siempre me gana y mi risa siempre vence a tu tristeza. Río para ti, envolviéndote, exorcizando a tus demonios y me acompañas en la risa, el abrazo, la vida, la luz.
Esa luz del Sol que se cuela por mi ventana y pone fin a mi risa, iluminando mis paredes ausentes de ti. No intento liberarte de mi abrazo porque sé que estas distante, muy distante. Seguramente lidiando con un verso, y tal vez, tal vez, pensando en mí.
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