Te llamé Ansú
Cuando pregunté cómo te llamabas me dijiste Susana. Con seriedad agregaste: «pero no soporto las repeticiones, ni aun en las letras de mi nombre».
A pesar que lo sentí como una advertencia te propuse un cambio.
No nos reunimos para eso, replicas. Encoges los hombros, fue la única vez que sonreíste.
Te inventé un nombre, te llamé Ansú.
Al día siguiente nos reunimos en un patio de otoño. Mi deseo de verte, y tu curiosidad, borraba las miles de hojas que insistían en hacer notar su presencia. Sólo cuando el viento hizo caer una de ellas sobre tu cara, reparamos en el tapiz que nos rodeaba. Ahí recreamos diferentes figuras, cuando te cuento de las mías, me aconsejas: «mejor devuélvele a Dante tus cabezas deformes».
También estuviste distante, con un gesto permanente de cervatillo indefenso y vigilante. Tu nariz no cesaba de aspirar peligros inexistentes. Pero sí esa tarde, tú, lograste transmutar todas las hojas del patio en unas cuantas páginas con mensajes que te escribo.
Ahora, desde la terraza, te veo en la bañera del piso inferior. Hay una ventana que me salva y unos arbustos que ofrecen un follaje cómplice. Así, mientras el vapor empieza a empañar el vidrio, te veo alegrar las mismas caricias que conocimos ayer en la tarde (cuando sin explicaciones llegaste a mi lado). Sé sobre las detenciones de tus manos o cuando trepan y revelan surcos no explorados. Vahos tibios producen una neblina que amenaza ocultar; mas, entremedio, aún descubro senderos que mañana no omitiré.
Sin pudores registro todos tus movimientos. Tu partida, larga y lenta. El viaje ascendente que te lleva a un corredor de colores que te abrazan, se concentran, estallan.
Sales sin cubrirte, te espero, y mientras trenzas tu pelo, todavía húmedo, te cuento mi obsesión: ya no temo a tu ausencia, en esta cinta permanecerás para siempre. Me sigo acercando y confieso: “eres bella miAnsú”.
Sonríes: “no soy yo, es el nombre”.
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