SOBRE CORDELIOS Y URAMUNDIOS
Capítulo I
Aunque ella no lo advertía, la última gota de vino descansaba en sus labios amenazando con escaparse hacia el mentón aprovechando la fuerza de gravedad. Él la miraba reír, más preocupado por la gota presta a deslizarse que por los latidos que retumbaban pesados en su pecho y que se escuchaban como un lejano tambor de guerra.
Con un roce accidental de manos llegó el silencio, escuchaban lo insonoro como si se tratase de una sinfonía. Las risas de ella se metamorfoseaban en una seriedad dulce, miradas de asombro, pupilas dilatadas, un respirar tibio y profundo. Las mejillas, antes tensas, se rendían relajadas para permitirles tomar aire con la boca entreabierta en una pequeña “a” no pronunciada.
Se miraban confundidos con los ojos bien abiertos y las cejas levantadas, parecía que el lenguaje con el que se comunicaban en encuentros anteriores era ahora poco más que un conjunto de incoherencias sin valor, de fonemas sin sentido, letras conexas que ya no contenían el verdadero valor de las cosas y que ahora eran inútiles para decirse aquello que estaban por decir. Olvidaron así las palabras, las voces, los nombres, las imágenes, los momentos, los errores, los aciertos, todos aquellos recuerdos de un mundo que ahora parecía lejano e innecesario.
Eran fragancia opuesta conjugada en un solo verbo: la vida y la muerte, el ying en el yang, padre cielo y madre tierra. Todo convergía en un deseo, en una intención simple transmitida en el espíritu a través de imperceptibles movimientos oculares y respiraciones profundas que hacían el aire pesado y húmedo; eso pasa con el aire cuando es respirado tantas veces. Eran una lluvia, una gran nube relampagueante dispuesta a regar las planicies, un ciclo de vida interminable que lleva el agua a la tierra para luego devolverla al cielo.
Con la lluvia vino el vértigo, señal que vaticina el inicio o el fin de algo, sensación que nace en el vientre bajo y que consiste en una mezcla entre amor y miedo, manifestada en un calor profundo y un cosquilleo efervescente que sube desde las entrañas. A medida que se acercaban, cielo y tierra, tierra y cielo, se hacían evidentes aquellos pequeños detalles que otorgan a una cara cualquiera la posibilidad de ser un rostro, remembranzas del pasado, diminutas marcas de risas y llantos, de historias que esperaban pacientes para ser contadas en otro momento. Juntos eran como un puente levadizo que retoma su forma para cumplir con sus funciones de puente. Se acercaron hasta eliminar el espacio en un imperioso impulso de labios que se hacían suaves, de dientes que se abrían para dejar salir el aire oscuro junto con los habitantes de aquellas cavernas sagradas que conocemos como boca. Así buscaban con torpeza un sitio para colocar las manos, al menos un breve espacio en la cintura o un hombro amigable, un lugar al que aferrarse para estar en paz y beber aquella gota de vino de la que ya no sabremos nunca dónde estaba para entonces, que había dejado en su huída un rastro dulzón que se confundía en la humedad entrelazada, un aroma que duraría al menos lo que durara el beso, antes de que se dieran cuenta de que ya no eran ellos, que precisamente con ellos el universo había cambiado de manera irremediable.
Reinaba un sólo pensamiento simultáneo, una sola idea, un imaginar a ojos cerrados, a cavidades vivas, un sólo propósito de dos cuerpos y dos almas creados por el mismo autor de las estrellas y los mares. Él, quien decide el curso del tiempo, y en ocasiones el de algunas vidas cuando llega a ser necesario, no podría estar ausente al momento de consumarse el beso, y no por querer ser un intruso, no para juzgar los actos de un hombre y una mujer que bebían de sus bocas tibias y se acariciaban los dientes con la lengua, quienes pronto dejarían de lado, ya no las hojas de parra, sino las incómodas ropas que inutilizaban la piel tan necesaria en el ritual de la lluvia. Para eso habían sido creados, y Él estaba presente porque sabía bien que éste era sólo el principio de todo lo que de aquí en adelante tendrá que ser narrado.
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