Fue como levantarse, como sacar la cabeza del agua después de un clavado, como erguirse de nuevo en la nada. Abrió los ojos -¿o acaso ya estaban abiertos?- en una sala pequeña, una diminuta oficina que le era totalmente desconocida, con un ventanal grande que daba al mar, el sol le era molesto, sus axilas hedían. Nada más de extraño, excepto los dos hombres que estaban frente a él. Uno de pie, el otro sentado sobre el escritorio, mirándolo fijamente.
Qué horrible día para estar sentado en esta oficina con dos desconocidos, pensaba él. Se puso de pie e intentó caminar hacia fuera de la habitación, pero uno de los sujetos le dijo alzando la voz que se detuviera, que se diera vuelta, que se sentara, que no se hiciera el listo. ¿Estaba soñando aún? No lo estaba; o lo había estado siempre.
La extrañeza le llegó de improviso, cómo había llegado ahí era difícil de responder. Se acordaba, a lo más, de aquel momento -¿ayer, hoy?- en que su esposa lo despidió en la mañana antes de ir al trabajo. Todo había sido normal, lo que la gente llama normal; es decir, tomar desayuno escuchando acaso la novena de Dvorak, sonreír estúpidamente con el periódico, encender la televisión para ver algún comentario de la farándula, plantearse tareas que no se van a cumplir…
-¿Se va a dar el gusto de responder las preguntas?- preguntó el hombre que se encontraba de pie. Su rostro cansado, su barba, sus arrugas, la tez morena, todo era onírico. Todo estaba empañado de ensueño.
-¿Cómo…?
-Señor, esto nos está tomando demasiado tiempo.
-Pero, no sé a qué preguntas se refiere.
El silencio invadió la habitación, los hombres intercambiaron miradas severas.
-¿Qué hacemos ahora, Matías?- preguntó el que estaba de pie a su compañero.
-Intentémoslo una vez más, Carlos. Una última vez para que responda, démosle otra oportunidad- había cierta tibieza en esa voz, como si por algún azar el hombre comprendiera algo que escapaba a lo que decían las circunstancias.
Fernando trató de imaginar qué era lo que allí pasaba, pero se dejaba llevar por las usuales alusiones que su mente le proponía, trataba de descubrir algo en los individuos, un rasgo que le entregara una respuesta acerca del carácter de la situación. Nada había. Los rostros se disolvían en el aire, no había expresión alguna en ellos.
Se acercó Carlos, que aun permanecía de pie, sacando un pañuelo del bolsillo y secándole el sudor a Fernando, y éste dejándose acariciar la frente; luego volvió a la posición de antes.
-Está bien, ya es hora de seguir con las preguntas. ¿Se encuentra ahora en estado para responder?
-Supongo… ¿qué quiere saber?- estaba cansado, sentía que había estado allí mucho tiempo.
-Díganos, ¿qué hacía usted a esa hora?
-¿Yo? ¿Dónde… cuándo? ¿Podría usted ser más específico?
-Ya es suficiente- dijo el sujeto un tanto ofuscado-, no es la primera vez que le preguntamos esto…- la oración terminaba con un nuevo alza en el tono de voz.
Silencio, Fernando que no estaba escuchando ya lo que el hombre le decía. Estaba como las blancas paredes de la habitación, miraba los trastos yaciendo en el suelo, las colillas que se buscaban un espacio entre el polvo y el piso de madera. Cuando volvió a mirar a los dos hombres, éstos estaban susurrándose en el oído y se dejaba ver en sus rostros la aspereza de lo que se decían.
-No sé de qué les pueda servir mi presencia, pero quisiera irme, por favor- dijo Fernando con una moderada honestidad. El comentario produjo abierta molestia en los dos sujetos, que dejaron de hablar al escuchar esto.
-Señor, su esposa fue encontrada muerta y nos gustaría saber la relación que tiene usted con el suceso.
Y era cierto, justo en la cocina, donde Fernando recordaba a su esposa mientras desayunaba, había sido encontrada, ella, Magdalena, boca abajo, hundido su rostro en vómito.
El espasmo, luego el asco y la mirada que se perdía. Apenas la recordaba, se esforzaba en reproducir su rostro, pero no estaba, ya no existía, escapaba a su memoria patética que no lograba siquiera explicarle las circunstancias. No podía sufrir enteramente por quien no recordaba, eso lo sumió en desconcierto, en una confusión dolorosa que no lograba cubrir el pequeñísimo, el remoto desdén que, por ende, estaba presente en el origen de su ser.
-Usted puso las píldoras en el vaso, ¿no es cierto?. Usted procuró despedirse de Magdalena en la mayor cumbre de la normalidad, pero jamás pensó que lo encontraríamos tan rápido ¿no? Hijo de puta…- seguía hablando el mismo, el otro miraba aún desde el escritorio con una calma y una fijación perfectas, sin duda le entretenía lo que presenciaba.
-¿Píldoras? ¿qué píldoras?
-¡Las encontramos, son suyas!
-Pero Magdalena…-alcanzó a esbozar en el aire Fernando- ella no está muerta…
-¡Mierda!
El hombre se alejó hacia el fondo de la habitación, donde su compañero miraba atentamente y, acuclillándose, comenzó a decir algo en el oído de Carlos que arrellanado en la silla no se inclinaba para escuchar.
-Pero, ¿qué hicieron con ella?- dejó escapar estúpidamente Fernando que no entendía que las preguntas no las hacía él.
Del otro lado de la habitación, Matías le decía a Carlos que éste no iba a responder, que no debían seguir esperando, que esto era un circo. Y Fernando que seguía en las murmuraciones, divagando, no pensando en nada, sudando, hediendo, moviendo la cabeza de un lado a otro. La ventana con su sol irritante y su mar lejano, la habitación que trataba de significar algo. Carlos asintiendo con la cabeza, consultando la hora, y Matías acercándose y alzando la voz y diciendo ¡Ya basta, calla! con la mano en el aire como un reloj, cayendo pesada sobre el rostro de Fernando, haciendo parir una mueca desesperada, entre la transpiración y el hedor, golpes sordos, alaridos que se escapaban, y Fernando gimiendo, con el rostro entregado a llagas improvisadas y puntuales, saliéndose de la silla, llegando de pronto al suelo, los pies atados, tratando de gesticular alguna palabra que tuviera la fuerza para resonar en la habitación, pero no existía; golpes, más golpes, lluvia de golpes, puntapiés que iban a dar a las costillas, que llegaban en la nariz, en los ojos, en la boca, los brazos cual escudo de cartón, y todo rojo y borroso, ya sin respiración, golpes que trataban de mover una roca, ya sin pulso.
La puerta se abrió con estruendo, esa puerta inmencionable, y un hombre cruzó el umbral con apremio.
-Se suicidó, descubrieron que la mujer se suicidó.
17/10/05 |