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[C:17502]

En vano es vario el orbe. La jornada
Que cumple cada cual ya fue fijada.
J.L.Borges. La Pantera.


Otra vez lo “corría” el amanecer. Miró el reloj, apenas 5 y media. De paso recordó que era una de las razones por las que detestaba el verano. Decidió ignorarlo, con las persianas bajas, al menos podría hacerlo un rato más. Es decir, hacer como si no viera que se hacía de día, y él ahí, sin terminar de escribir.
En realidad, pensó que le molestaba tanto como irse a dormir sin sueño.
Quizá, había empezado tarde, casi a la media noche, y encima, había hecho numerosas pausas, siempre con alguna buena excusa. Volvió a prestar atención al trabajo, suspiró. El texto que tenía que traducir era de una aridez casi insoportable.
Hacía algún tiempo, sobrevivía realizando traducciones, o, escribiendo artículos para diferentes publicaciones, en forma independiente. De todos modos, pensó, lo prefería así. Trabajaba en su casa, generalmente de noche, o cuando se le daba la gana. También tenían un par de clases en la facultad, sólo dos cursos, en el turno noche.
Jamás intentó hacer carrera dentro de la docencia universitaria. Solía decir que, realmente no soportaba mucho tiempo, aquella camarilla de buitres y la infinita sucesión de alianzas y traiciones, inevitables, hasta alcanzar los cargos más codiciados. – No hay mucha demanda de Licenciados en Letras, en estos días -, le había dicho un docente, hacía tiempo, a raíz de su pregunta, sin sombra de inocencia, por el empeño y la tenacidad de muchos de ellos, en la dura y sucia lucha cotidiana, en la denominada “carrera docente”.
A pesar de los años, aún recordaba el sarcasmo y la amargura de aquellas palabras. Y, la verdad que contenían. Que hubiera arquitectos e ingenieros manejando taxis, no era ningún consuelo.
De todas formas, él había tenido variados trabajos, desde cadete, repartidor de productos lácteos a comercios minoristas, hasta “artesano”, mientras estudiaba.
Luego, trabajó en una editorial pequeña, que acabó por fundirse, víctima de alguna de las “crisis económicas”, tan frecuentes, que no recordaba bien cual. Igual, le importaba un pijo.
Además, de sus experiencias, le había quedado más o menos claro que, así como no estaba dispuesto a sacarse con ojos para obtener un cargo de Adjunto (más por falta de interés en desperdiciar sus energías, que por cuestiones éticas), tampoco lograba adaptarse a la rutina de un trabajo “decente”. Para empezar, levantarse temprano (lo que constituía una verdadera tortura), cumplir horarios, y esas cosas.
Su carácter, notó de paso, tendía más bien, al desorden, en todos los aspectos de su vida. Si se abandonaba a su antojo, dormía de día, comía a cualquier hora lo que pintara (no era extraño que estuviera cocinando fideos a las cinco de la mañana, por ejemplo). Bebía, fumaba, y consumía drogas (cuando podía darse el lujo por razones económicas).
Era el desorden andante, su departamento no era más que el reflejo de él mismo.
Dos ambientes pequeños donde se amontonaban, libros (que después de desbordar los estantes que había en toda la casa), no tenían más remedio que apilarse en el suelo, o sobre el sofá y las sillas. El equipo de música, la compu, rodeada de montañas de apuntes que a su pesar no dejaban de crecer.
Papeles, ropa, sucia, limpia, a medio camino, desparramada por todas partes, discos, platos, ceniceros, e incluso, cosas sobre las que ignoraba su procedencia y utilidad (suponiendo que la tuvieran), completaban el cuadro.
Sus relaciones con mujeres, no parecían destinadas a durar. Aparte de un par de amantes, sin compromisos, (que también fueron amigas), el resto podría catalogarse como relaciones ocasionales. Había estado enamorado dos veces, ninguna planeada, ni mucho menos.
Y, mientras, él sentado frente a la pantalla, sin avanzar una línea. Gruñó, y volvió al texto, tradujo un poco más, le resultaba casi imposible concentrarse.
“El tiempo pasa, nos pusimos viejos...”, recordó de pronto, parte de la letra de una canción que un amigo había escrito hacía mucho.
“Viejos”, cuanto de viejo se puede ser a los 16 años?. Casi al instante, vino a su mente, la letra de “Naranjo en flor”: “...desde mi triste soledad veré caer las hojas muertas de mi juventud”, su autor tenía 17 años cuando la compuso.
Recordó sus 17, a la primera mujer que amó, Carla. Siempre riendo y de fiesta, a sus 16 años era una diosa, de hecho, él nunca se imaginó que una mina así le diera bola. Después de la primera noche juntos, se enamoró como un loco. Ella también lo amó a su manera, como vivía, a full, corriendo. No se le podía pedir fidelidad, ni siquiera, un rato de paz. Con ella descubrió el amor y el dolor a un mismo tiempo. Era como una estrella fugaz, siempre a mil.
Se estaba poniendo senil, pensó, “como una estrella fugaz”. Pero, así había sido, su breve y enloquecida vida que acabó a los 17, al estrellarse con una moto. En su ley, dijo alguien, como vivió. Puede ser.
Ahora, a pesar de los años, al pensar en ella, le resultaba fácil evocarla, como era entonces, y por la eternidad, ya que “viviría” en los recuerdos, siempre joven, como una diosa, no sufriría los estragos del tiempo, como James Dean (Carla tenía una foto del tío, en su cuarto). – Siempre va a ser joven -, dijo una vez, señalándola al pasar, sin rastros de fatalismo en su voz.
Carla, que se había ido tan rápido, que nunca había sido enteramente suya, o, mejor dicho, exclusivamente suya, ni de nadie.
Ella lo dejó, así de golpe, a él y al mundo. No pudo evitar pensar que, quizá, un minuto antes del brutal impacto, Carla estaría riendo.
Tal vez sí se pudiera ser viejo a los 16, quien sabe?. Quizá, de alguna forma, fuimos viejos, muy viejos. A lo mejor, aquella canción tenía razón, entonces.
Sin saber de dónde, vinieron a su mente las palabras: “Dumque crescebat aetate, crescebat et prudentia” (mientras crecía en edad, crecía en prudencia). La idea lo hizo reír, aún suponiendo que fuera cierta, no le pareció nada admirable.
Además, para ser claros, no era un concepto del que estuviera muy seguro de poder usar con él mismo, lo que realmente lo traía sin cuidado.
Mierda, murmuró para sí, otra vez, “volando”, en lugar de laburar, “cualquier bondi te deja bien” (rió de su expresión, algo vieja).
Volvió al trabajo, no faltaba demasiado, si se ponía las pilas....Las palabras se iban poniendo borrosas, ante sus ojos enrojecidos. Recién entonces, se percató el tiempo que llevaba delante de la pantalla. Se levantó, fue al baño, el espejo le devolvió la imagen de un tipo, con el pelo revuelto, barba incipiente, y mirada de vampiro. Se lavó la cara, se puso un par de gotas en los ojos, que lo aliviaron casi al instante (se felicitó por haberlas comprado en un viaje), y volvió a sentarse.
Se puso un plazo, y después, descansaría, aunque el condenado trabajo no estuviera terminado.
Pero, intentó, una vez más. Apenas había avanzado un par de párrafos, y ya estaba “colgado” de nuevo.
No pudo dejar de sonreír, pensando que aquel bodrio al que se enfrentaba, parecía desatar su mente, y hacerla volar por recuerdos de hacía mucho (sin ninguna relación, por otra parte, con el trabajo que tenía que realizar).
Mientras, el día se le venía encima. Miró sobre su hombro, ya había amanecido, pero el cielo de un gris, cada vez más negro, parecía estar de su lado. Corrió las cortinas, y volvió a hacerse de noche. Así estaba mejor.
El único embole era que, si terminaba aquel trabajo, iba a tener que salir a la calle.
Aunque, a ese ritmo, podía pasar un nuevo período glacial, o diluviar otros 40 días, onda los que pasó Noé, en un barco, encerrado con hipopótamos y cocodrilos, por nombrar algunos de sus acompañantes nomás, antes que él tuviera que enfrentarse con el mundo exterior, y sus fastidios climáticos. Mientras, podía estar tranquilo, en su “noche” de trabajo.
“Back to work”, gruñó para sí mismo. Dos nuevos párrafos aparecieron en la pantalla, seguidos de un largo suspiro.
Con todo, seguía prefiriendo esto, pensó, antes que estar en una oficina, rodeado de sujetos, de miradas vacías y ojos somñolientos, moviéndose como autómatas, llevando y trayendo papeles inútiles, archivando boludeces, y, al “despertar”, comentando el resultado de los partidos de fútbol (tema sobre el que no sabía una palabra, y le importaba un pito).
Otra vez su mente se había alejado años luz, de vuelta a la adolescencia. Vaya a saber qué le había dado ese día, porque aunque, solía recordar cosas, como todo el mundo, no se pasaba la vida colgado con ese rollo.
Sin querer, estaba pensando en Carla de nuevo, y de ahí, directo a las juergas, los amigos, las rateadas del colegio (a veces, saltando el paredón del fondo, de casi tres metros de alto, y vidrios rotos encima a modo de “decorado”). Se seguía viendo con algunos de ellos, cada tanto.
Aunque, como era esperable, de forma más esporádica. Varios estaban en pareja, un par tenían críos, en fin, cosas de la edad, pensó.
A otros, les había perdido el rastro completamente.
El gallego, estaba en cana (si todavía vivía), en Chile, donde lo pescaron pasando libros de tango rellenos de pala, flor de boludo. El tío siempre estaba al límite, ya lo había hecho mil veces, se confió demasiado (como dicen Les Luthien, “la confianza mata al hombre, y embaraza a la mujer”).
Rafa, que se había “comido” esos seis años estudiando medicina, para ingresar luego en la residencia de cirugía. Se estremeció al recordarlo, peor que una condena a trabajos forzados en la Isla del Diablo. En aquel tiempo lo veía poco, claro, entraba antes que amaneciera, salía a cualquier hora, cuando no estaba encerrado, de guardia (no recordaba el número exacto, pero sabía que lo había considerado inhumano, y hasta obsceno).
Por supuesto, cuando estaba afuera, no era más que un espectro, una sombra que a duras penas se arrastraba. Una vez, para hacerle un chiste, lo había imitado, caminando como si soportara el peso de gruesas cadenas, y diciendo: “Scrooge!, Scrooge!”, con voz de ultratumba. Rafa, aquel chico lúcido, y rápido para captar maldades, había tardado un siglo en reconocer, en su amigo, al “fantasma de Marley”. Por no mencionar que era él el objeto de burla.
Después de aquellos cuatro años en Alcatraz, sobrevivía haciendo guardias, y peleando para poder cobrarlas, tenía úlcera, y su chica (su mujer, Lali, abogada, que quien sabe cómo le había aguantado esos años), se había convertido en madre (convirtiéndolo a él, en el mismo acto, en padre), de un rapaz, varoncito, que debía andar cerca del año. Salvo por Lali, que era una mina de fierro, no creía que tuviera nada que envidiarle ni remotamente a Rafa.
Su propia situación económica no era precisamente maravillosa (entre otras cosas, debía dos meses de alquiler), pero al menos, no había pasado por infiernos innecesarios, mal que mal, se las rebuscaba, y no tenía responsabilidades extra (nadie dependía de él), lo cual, ya era bastante.
Se obligó a volver al trabajo, y logró avanzar un poco más, ya no faltaba mucho. Pero, de nuevo estaba volando.
Tal vez, éramos viejos entonces, y ahora, no somos más que espectros. Se descubrió pensando en Carla. Realmente, hacía mucho que no pensaba en ella. Era un recuerdo que le producía sensaciones encontradas, cuando no, confusas. Algo agradable, con pinceladas de nostalgia (como tristeza atenuada, si se quiere, difícil de describir).
De todas formas, agradeció que su mente estuviera decidida a pasar el cassette de aquellos años, de modo obstinado. Al menos, ese tenía la ventaja del tiempo a su favor.
Otras veces, la cabeza le hacía una mala jugada, y recordaba bruscamente a la otra mujer que amara. Por ahí, algún simple objeto, o situación, incluso, podía ser sin motivo aparente, la imagen, toda ella invadía su pensamiento. Entonces, si no lograba distraerse, y alejarlo a tiempo, éste crecía, y se desparramaba por todo su ser. En ese caso, no había ambiguedades.
Ella había sido todo el amor, todo el placer, había despertado sentimientos que no creía tener. Cuando la conoció, habían pasado más de 10 años de la historia con Carla, y desde entonces, nunca había sentido amor por otra mujer. Cariño, afecto, etc, sí, no era un monstruo, pero no recordaba realmente haberse enamorado. Lo tomó por sorpresa. Incluso, le pareció increíble que uno pudiera llegar a sentirse así, con ese nivel de intensidad.
Ahora (más de un año después ), su recuerdo hacía reaccionar cada fibra de su cuerpo, con un dolor sin atenuantes (recordó a Borges: “...El nombre de una mujer me delata./ Me duele una mujer en todo el cuerpo.”). Mierda!, cómo escribía el chabón!.
Así era, aparte, no creía encontrar él mismo mejores palabras para definir lo que sentía. El recuerdo de Ana, le producía exactamente eso, dolor.
Y, ya estaba enrollándose otra vez. Logró frenar la idea bruscamente, aprovechando que “andaban vagando” por ahí, bien a la mano, sus recuerdos adolescentes.
Encima que no avanzaba nada con el trabajo, no podía permitir el hundirse en la desesperación sin sentido.
Llamó a Carla, en su mente, casi como si ella pudiera oírlo. Prefería su recuerdo ambiguo, y los sentimientos confusos. Sonrió ante la imagen que le devolvió su memoria, una morocha espectacular, que a pesar de tener 16, ya era toda una mujer.
En sus recuerdos era una mujer (claro, él era un hombre), pero, ahora, mirando atrás, era casi una nena. Cómo sería ahora?. Pregunta sin sentido (además de sin respuesta, obvio). Carla es, y será así, una diosa adolescente (como James Dean, pensó), sonrió a pesar suyo.
Sin querer, recordó a otros amigos que habían muerto. También sus imágenes quedaron “congeladas”, detenidas en el tiempo.
Puta, y la traducción esperando, mientras él divagaba. Fastidiado, repasó lo que le faltaba. Una carilla y media. Era un artículo aburridísimo, sobre usos potenciales de un nuevo pesticida.
Deseó tener un poco para rociar a los que le habían encargado el trabajo, que encima, estaba seguro que ni siquiera lo leerían completo.
Sus “clientes”, eran dos hermanos (que parecían una caricatura del gordo y el flaco), que habían heredado un vivero importante, y a duras penas sabían castellano, y no sin esfuerzo, lograban mantenerse erguidos, a fin de explicitar su pertenencia a la especie humana.
Se apuró a leer el final del artículo que, como anticipaba (el trabajo había sido financiado por la compañía productora del supuesto “veneno inocuo”. Una hermosa contradicción en los términos), concluía, de acuerdo a “las pruebas realizadas”, y diferentes estudios (¿?), la seguridad y efectividad del producto en cuestión.
Dejó las hojas de “los hermanos macana” a un costado, y suspiró. Para qué querrían ese par de orangutanes un artículo que, no leerían, y, aún en el caso de hacerlo, lo más probable era que no entendieran ni la mitad del texto. El cual, además, estaba lleno de engorrosos gráficos de barras, no del todo claros. En fin, a él qué le importaba?. Trabajo es trabajo, y se pagaba en el momento. Si se apura, hoy mismo.
Por un minuto, echó una mirada a otro artículo que estaba traduciendo, sobre “reflejos condicionados en monos aulladores”.
Se preguntó si el dúo dinámico sería capaz de distinguir entre un pesticida y los reflejos de un mono, sonrió entre dientes, ante la idea. Finalmente la descartó, primero porque solía hacer bien su trabajo, y además, siempre existía la posibilidad que los hermanitos, dieran, o prestaran su artículo a alguien más.
Se estiró en la silla, y cruzó sus brazos por detrás de la cabeza. Volvió a pensar en sus amigos, en los tiempos en que podían darse el lujo de ser viejos.
Pensó en él, y su proyecto de novela sin terminar. Es el final, me mata el final, loco, le había dicho a un amigo...Hacía cuanto?....No estaba seguro, pero le parecían siglos. Siempre por..
.Impulsivamente la buscó, releyó las últimas páginas escritas. Es así nomás, no hay nada que hacer, falta el final (después, necesitará correcciones, pero es lo de menos).
Con un bufido, pero con cuidado, la dejó a un costado. Estaba irritado, ni siquiera sabía bien con quien o por qué.
Sin pensar, tradujo el estúpido artículo del pesticida de un tirón. Recién entonces, notó que estaba oscuro. Miró el reloj. Las ocho, ocho?. Lo chequeó, ocho de la noche, había estado todo el día frente a la computadora, navegando en sus recuerdos.
Llamó a los hermanos, a ver si tenía tiempo de entregarles el trabajo. Contestó el flaco, y le dijo que no había problema. Ambos vivían en la casa contigua al vivero.
Así como estaba, sin molestarse ni siquiera en mirarse al espejo, puso la traducción en un sobre, y salió. Según sus cálculos, volvería con tiempo, para dedicarse a su novela. La idea lo llenó de nuevo entusiasmo.
Entregó el trabajo, cobró (un alivio, porque el único efectivo que tenía eran un par de monedas), y ya salía, cuando el gordo lo detuvo. – Mirá, acá justo recibimos un par de artículos más... -, se detuvo un momento, - son medio urgentes -. Él seguía de pié, sin atinar a nada. El flaco agregó – pagamos el doble, por el apuro -, y le entregó un sobre que tomó maquinalmente, sin responder. – Todo arreglado, entonces -, sonrió el gordo acompañándolo a la puerta.
Volvió a su casa con la mente en blanco. Apoyó el sobre en la primera silla que encontró. Se sirvió un vino, y agarró un pedazo de queso que encontró en la heladera. Puso música. Al rato, ya estaba de mejor humor.
Eran recién 9 y media. Pagaban doble. Además, podía trabajar en las dos cosas. Seguro, los artículos serían algún bodrio similar al anterior, y mientras, iría trabajando en su novela.
Cuando se sentó en la compu eran cerca de las diez. Había llevado con él, el cenicero, y su vaso de vino.
Mientras miraba la pantalla, pensó que aún faltaba para el amanecer, tenía tiempo de sobra. Sacó el artículo, y lo puso a un costado.
Antes de empezar, un mini recreo, y terminar de fumar el pucho tranquilo. Igual, había tiempo.

Texto agregado el 18-11-2003, y leído por 273 visitantes. (0 votos)


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