DE TRES ABERRACIONES, LA SEGUNDA.

Le llamaban cerdo.
Era gordo. Su piel rosada, hermosa. De veras era gordo. Incluso al lado de sus similares sobresalían su panza y sus mejillas generosas.
Me encantó desde la primera vez que lo vi. Cabizbajo, pensativo, concentrado. Analizaba lentamente cada acción para sorprenderme realizándola con una distinción y elegancia digna de Carreño. Por fin su mirada se detuvo fugazmente en la mía. Oh inmensidad del amor. Oh hermoso sentimiento. Sentí en mi vientre un hormigueo intenso que recorrió mi cuerpo entero y el placer, el placer del primer orgasmo. Ni siquiera me había tocado.
Esa noche, y todas las demás a partir de ella lo visité. Él me dio el deleite, él me dio el amor. Nos entregamos a los placeres de La Carne y nuestros cuerpos formaron una inmensa masa de amor puro durante veinticuatro noches.
Fue un treinta y uno de diciembre, luego de veinticuatro días de engordarlo, cuando una daga atravesó su corazón. Él, valiente, aguantó cuanto pudo, aguantó por mí. Y al morir, los voladores anunciaban a los invitados que no habían llegado, que la marranada había comenzado oficialmente.




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