DE TRES ABERRACIONES, LA PRIMERA.

Y es que no era el mejor. Ni el peor.
Y es que no era el más apuesto. No se puede decir tampoco que fuera el más feo.
Ni el más rico, ni el más inteligente.
Su rostro era pálido, pero no el más pálido, era pecoso, nunca el más, pero lo era.
Su pelo: grasoso. Sus manos: pequeñas y lanudas. Ni el más grasoso ni las más pequeñas o lanudas.
Ni siquiera se podría decir que era el más normal.
Pero sus ojos, sus ojos eran únicos. Eran ojos de muerto.
Recuerdo la imagen infantil. Aquel día, aquel parque. Y el muerto, fresco. Y mi madre que gritaba que me alejara, que no lo viera. Y yo pinchándole las costillas con una ramita, pensaba que sólo era un mendigo durmiendo. Pero ese día vi los ojos de un muerto. Los mismos que veo ahora escondidos tras tantas pecas, mientras les hago entender mis intenciones
-“¿quieres subir a mi casa a tomarte algo?-
Él me mira como quién no esperaba que le fueran a dar lo que quería en navidad, pero disimula su sorpresa y asiente con un leve movimiento de cabeza.
Mientras subimos las escaleras pienso que por fin ha llegado el día que ansiaba insensatamente desde aquel día en el parque.
Es que si para los hombres es muy fácil, vas a la margue, pagas veinticinco mil pesos, y puedes estar con la muerta que escojas, para las mujeres es imposible.
Pero yo soy afortunada, siempre lo he sido. Y desde que “accidentalmente” dejé mis gafas en su oficina sabía que llegaría el día en que iba a estar subiendo las escaleras de mi apartamento para acostarme con un muerto.





NECROFILIA