El puerto se asoma desde la terraza del café del cerro concepción. La mujer de la carta se acerca y me pregunta con dureza que he de tomar. Ella me gusta, pero hablandome de esa forma el café lo encontraré más amargo. Los barcos se estacionan bajo el sol de la quinta región; edificios y casas en los cerros me invitan a la opotunidad intransable de pedir más y más café. Así puedo pasar horas hasta que la dulzura escondida en la oscura taza ya me obligue a hablarle, comprobando eventualmente, que la niña de la carta era más bien tierna, y que solo estaba agotada por el trabajo y las malas propinas. No me queda el diez porciento de lo que consumido. No le he hablado en toda la tarde, no lo haré ahora. Lo asumo. Nunca lo he hecho. No lo he hecho en el metro, en la micro, en los patios de la universidad, en la biblioteca o en la calle. No lo haré en los cafés del cerro concepción. Cuando me vaya de este lugar habré sumado una mujer más a la lista de aquellas a las que no fuí capaz de hablarle y cual Bertoni la incluiré en mi ya gran colección de mujeres que existen en un solo momento de mi historia, y a las que nunca les di más protagonismo que el que le dan estas palabras.