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Cuando pierdo la vista en el valle, las mañanas tranquilas en que ellos parecen olvidarse de mi existencia, me sorprende pensar que alguna vez mi linaje fue un nombre de respeto en tierras similares a estas, y que mi futuro se abría lleno de promesas de gloria. Pero esa vida ya está muy lejos, tan lejos como para no pertenecerme, tan lejos como si el muchacho que alguna vez fui hubiera muerto la mañana en que por primera vez vi.

De ese día recuerdo el rocío que empapaba mi rostro, y la energía en el pecho, el fuego de sentir que el mundo me pertenecía y la vida me tendía sus brazos generosos. Caminaba con mi padre cerca de la torre, hablando con entusiasmo del viaje que emprenderíamos en un par de días por Aquitania, y que quizá incluso nos llevara hasta Bretaña. Fue entonces cuando lo sentí, la sensación de caída que no por conocida se hizo con el tiempo menos horrible, la opresión en el pecho, el gusto a sangre en la boca, la sensación de un hierro ardiente en medio de la frente. Cerré los ojos, mientras mis piernas dejaban de responderme. Entonces vi, en lo que me di cuenta era un instante, apenas un momento mientras mi cuerpo se desplomaba sobre la tierra húmeda. Pero esa visión fugaz bastó para comprender, para saber, para entender que ya nada sería lo que era.

Intenté advertir a mi padre cuando desperté en mi habitación, advertirle que los rumores llegados desde el Norte eran ciertos, que ellos se acercaban a nuestra tierra,, advertirle que mantener en nuestra casa a los Perfectos traería la ruina. Mas sólo entonces comprendí cuan profunda era su fe en la nueva doctrina, y en la mano solemne que colocó sobre mi hombro entendí que para él la muerte ya no era un adversario.

Cuando los estandartes del Papa y la Corona aparecieron sobre la colina no hubo sorpresa, y entendí que todo estaba ya escrito. Me entregué a lo que mi visión había anunciado, la cobardía de escapar el tormento, y emprendí la huida que sabía inevitable, la imagen fugaz del fuego rodeando el castillo como el último recuerdo de mi casa paterna.

Desde entonces sólo existió la huida, el demonio en mi mente torturándome con visiones de fuego, la sangre de mi pueblo cubriendo la tierra estéril, las ciudades arrasadas, el imperio de Satán sojuzgando por la espada. En cada rostro, en el hombre cansado, en la joven hermosa, pude ver la sombra, la sombra de la violencia y la traición que les aguardaba, la sombra de la muerte inevitable, la vejez solitaria, el dolor de los sueños no alcanzados.

Sólo en Blanca hubo un descanso, y por unos meses las visiones me abandonaron, como si el demonio se hubiese intimidado frente a su bondad y pureza. Creí que podía dejar todo atrás, y empezar de nuevo junto a ella, un campesino sin nombre ni pasado en una aldea como tantas. Pero la sombra volvió a posarse sobre mi alma, y la visión llegó una noche. Al besar por última vez a Blanca entendí que no sería capaz de estar junto a ella cuando todo ocurriera. Hoy de ella sólo me quedan sus labios, un sabor dulce, el eco de su voz cuando se apretaba contra mi pecho. Pero su rostro lo he perdido, como un sueño, una imagen que al despertar parece tomar forma, como si cayera el velo que la cubre en el mundo de la vigilia. Pero cuando la luz entra en mi celda todo se desvanece, y sólo me queda aquel día, su espalda dormida mientras dejo la casa y me pierdo en el bosque, incapaz de permanecer con ella, incapaz de mirar atrás y enfrentar lo que viene. La enfermedad cruel y terrible, el sufrimiento de sus ojos en lágrimas, una tumba negra al costado de la iglesia.

Después del dolor del abandono vino la desesperanza, y tras ella la revelación, la manera de alcanzar la liberación de las visiones que el demonio colocó en mi alma. Entonces corrí hasta aquí, a lanzarme en los brazos de mis atónitos captores, el fugitivo hijo mayor del Conde hereje a quien buscaron tanto tiempo.

La huida ya llegó a su término, y la maldición dejará de atormentarme. He visto mi final, y me regocijo en la dulce espera de su llegada. Ahora entiendo que mi padre y los Perfectos estaban en lo cierto, y que en mi corazón he abrazado como verdad lo que mis torturadores llaman herejía. Puedo ver la rabia triste en los ojos del Obispo, mi reflejo maltrecho pero tranquilo en sus cruces de oro. Entiendo que este mundo es sólo una ilusión de maldad y pecado, y que sólo al dejar el reino de Satán podemos ser libres y por fin abrazar la luz. Cuando llegue la hermosa muerte entonaré una canción, y con lágrimas en los ojos besaré las manos del verdugo. Pues soy un cátaro, y como tal moriré sonriendo.


Texto agregado el 22-01-2006, y leído por 94 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-01-2006 muy buena historia. Falta pulirla un poco nada más para que sea excelente. Saludos. theonlyerath
 
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