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El único sonido es la lluvia, la lluvia que parece estar desgarrando el cielo y no parar nunca, la lluvia que golpea contra el ventanal del café, tan fuerte que amenaza con quebrarlo e invadirnos también acá adentro, para inundarlo todo, como el camino que ya apenas se distingue tras la capa de agua revuelta y oscura que lo cubre.

Pero tras la monotonía furiosa de la lluvia sólo está el silencio, el silencio roto apenas por sonidos que duran apenas un instante, como si no existiesen, como si no estuviésemos aquí y sólo fuésemos dos extraños mutuamente intimidados: un suspiro suave, el roce de la ropa al movernos, el ruido seco de las tazas al posarlas sobre la mesa. Miro el reloj, y me sorprende que sólo llevemos acá algo más de media hora, media hora en que no hemos dicho palabra y en que apenas hemos cruzado una mirada. Te miro de reojo, con timidez, deseando que no me mires de vuelta, distinguiendo cada rasgo de tu perfil recortado contra la ventana, tus ojos tristes perdidos en la tormenta. Muevo mi mano, el esbozo de una caricia que aborto cuando pienso que ya no tiene sentido, que tocar tu frente y decirte que te quiero mucho no sería a esta altura más que una fuente de dolor, la repetición de un ritual que tenía validez hace unas horas y que ahora no sería más que un gesto inútil.

Creo que ambos quisiéramos estar solos, en la sombra, quizá llorando, quizá pensando, tratando de entender como llegamos a bajar los brazos, porque pareciera que dejamos de creer en las promesas que hace apenas unos días decíamos con la cara llena de risa. Pero la lluvia nos obliga a estar aquí, atrapados en este silencio opresivo, evitando enfrentar nuestra mirada, cansados, infinitamente cansados, el peso de esa conversación extensa y agotadora en que sentimos que lo dijimos todo, hasta quedar secos, vacíos, hasta sepultar la llama de la esperanza que teníamos al comienzo del día.

“Esta lluvia me tiene enferma” dices de pronto, más para ti que para mí, aunque después de decirlo me mires con tus ojos profundos y me dirijas una sonrisa tenue que desaparece en u instante. Intento decir algo, intento sonreír de vuelta, pero reacciono muy lento, y vuelves a hundirte en el mutismo y a perder tus ojos en la ventana.

Me levanto de la mesa, y al avanzar por el piso de madera revivo este día extraño, en el que desperté sabiendo que estábamos juntos, y que nunca creí que traería esto, el final, un final que siempre temimos que pero que también creímos poder evitar. Es como increíble que hace apenas unas horas te fuera buscar a tu casa en una mañana luminosa, que nos abrazáramos fuerte y nos besáramos riendo, que pudiéramos viajar dos horas sin parar de conversar, como si ello se nos fuera la vida, mientras me contabas lo bien que lo habías pasado en tu comida de la noche anterior, como la loca de Cristina ahora estaba enamorada de Gonzalo después de haber dicho mil y un veces que ella jamás podría estar con alguien como él.

Fue después de almuerzo, cuando caían las primeras gotas desde el cielo y mirábamos el lago desde la ventana de mi casa, que entendí que estaba viviendo uno de esos momentos – escasos, creo – en que uno siente que todo está bien, que no hay nada más que desear, que las sombras son sólo eso, espectros que no pueden dañarte, y que de alguna manera te espera un destino de alegría que está escrito. Acariciaba tu pelo, despacio, mientras tu cabeza descansaba en mi pecho. Mi comentario fue casi una broma, una referencia a esas sombras que en ese momento me parecían tan lejanas, una manera de decir que al final seríamos más fuertes que todo. Me sorprendió tu reacción, tu mirada que mezclaba tristeza y rabia, tus palabras que me sonaron fuertes e injustas.

Quizá, ahora lo pienso mientras te miro desde el otro extremo del café y mientras el techo pareciera romperse ante la tormenta cada vez más furiosa, debí callarme entonces, haberte abrazado fuerte y decirte cuanto te quiero, no dejar que las sombras, las malditas sombras, cayeran sobre nosotros y enviaran todo al diablo. Pero no lo hice, y mi respuesta fue aún más dura, aún más rabiosa, y antes de darnos cuenta ya no estábamos abrazados sino enfrentados, a cada instante más lejos, mientras las palabras caían como un torrente, palabras desgarradas, filosas, escupidas más que dichas, mientras la vista parecía oscurecerse, mientras el cielo comenzaba a sangrar con la tormenta, arrastrándonos consigo, caer sin detenerse y cada vez más rápido, caer con conciencia de hacerlo y sin tratar de evitarlo. En algún momento tú trataste de detenerte, y traer de vuelta la esperanza. Pero no te escuché, no quise hacerlo, y seguí adelante, siempre adelante, destruyéndome en el proceso, sintiendo una pesadez creciente en el pecho, mientras las sombras, las sombras que creía tan lejanas, nos cubrían, nos ahogaban, se llevaban nuestro sueño. Fuiste tú la que pronunció esa palabra, la palabra que me atravesó el pecho, y sólo entonces traté de volver sobre mis pasos, de levantar la esperanza que hace unos instantes yo había rechazado de tus manos. Pero ya era tarde, demasiado tarde, y sólo nos quedó el retorno en auto, sin palabras, un retorno bajo la tormenta hasta que tú me dices, sin mirarme, quizá hablando al aire, que es peligroso viajar así, que es mejor parar hasta que la lluvia se termine.

Me siento aquí, junto a la barra, sin dejar de mirarte, mientras el mozo, un viejito de cara divertida y cejas muy espesas, me pregunta si yo o mi señora queremos algo más. Pienso decirle que no eres mi señora, y ya ni siquiera mi polola, y sólo le sonrío que no, que estamos bien así, que partiremos apenas la lluvia pare un poco. “Va a parar ligerito, no se preocupe...es bonita su señora, lo felicito”.

Voy a replicarle, ahora si que no, que no eres mi señora, cuando el hombre se me acerca, , me dirige una mirada cómplice y con una sonrisa llena me dice “¿Quizá un chocolate caliente para su hija? Es preciosa ella, se parece mucho a su madre”. Miro al hombre con desconcierto, sin saber lo que está hablando, pensando que está senil o quizá borracho. Mi voz suena molesta cuando pronuncio un “Mire..” que se ve interrumpido cuando siento una voz de niña a mi espalda. Me doy vuelta, y hacia mí, de la nada, de un lugar en que, estoy seguro, no había nadie hace apenas un instante, corre una niña riendo y gritando, una niña con un vestido azul que se deja caer en mis brazos, colgándose de mi cuello mientras con voz estridente me dice “Papito....”. La miro, sin entender nada, sin reacción ante esta niña que obviamente me confunde con alguien más, y con asombro contemplo sus rasgos, tus rasgos, tú en esa foto que te sacaste en la playa con tus papás cuando tenías 6 años, la misma expresión cuando te ríes y me dices que me quieres, la misma posición de las cejas en una mirada entre irónica y cariñosa.

El mozo vuelve a acercarse a hablar con la niña.
“¿Cómo te llamas, preciosa?”
“Catalina”
“Que bonito nombre”
“Mi mamá también se llama así”
“Te voy a traer una taza de chocolate para el frío. Está muy rico”
El mozo acaricia a la niña en la cabeza, me mira con expresión benevolente y parte, supongo, a buscar el chocolate.

Entonces te siento a mi espalda, sé que eres tú aún sin mirarte, sé que eres tú aunque debieras estar en la mesa junto a la ventana, la mesa al final del pasillo que, ahora me doy cuenta, está vacía aunque al sentarme hace unos instantes tú estabas ahí, enfrentando la tormenta con la mirada ausente . Colocas tu mano en mi hombro, y mientras acercas tu cabeza siento el olor de tu piel,. “Te acuerdas de este lugar, no? Es el mismo de esa tarde, cuando habíamos terminado y no paraba de llover... pensar que ese día estuvimos a punto de dejarlo todo”. Me doy vuelta, y ya sin sorpresa te veo, con otro peinado, con otra ropa, algo más flaca y con un par de arrugas incipientes en la comisura de los labios. Me entrego al sueño, que otra cosa puede ser esto, tengo que estar soñando porque nada de esto es razonable, y mientras intento recordar en que momento me quedé dormido, sonriendo tomo tu mano. Catalina, la niña, tú a tus 6 años, nuestra hija, me da un beso, y me doy cuenta que tengo barba, una barba gruesa y espesa que me toco divertido, que sueño tan vívido, mientras la niña se levanta y sale corriendo hacia el final del pasillo. “Te quiero muchísimo.... soy muy feliz contigo” murmuras en mi oído mientras acaricias mi pelo, mientras cierro los ojos, mientras el sonido de la lluvia parece inundarlo todo....

“Ya está lloviendo más despacio. Vamos antes que oscurezca”. Es tu voz la que me hace abrir los ojos, la voz neutra y ausente que pones cuando estás triste. Eres tú, la misma de hace un rato, vestida como esta mañana, tu sweater verde con cuello alto, tus pantalones grises, tu pelo negro suelto y desordenado cayendo sobre tus hombros. Me miras sin mirarme, tratando de evitar mis ojos, mientras tus manos juguetean nerviosas con las llaves de tu casa.

Te miro, intensamente, pero antes de que pueda decir algo te diriges hacia la puerta, al tiempo que el mozo, el mismo viejito que conversaba con Catalina, se acerca con su expresión benévola.
“¿Ya se van los señores? De inmediato le traigo la cuenta.”

Tú esperas al otro lado del vidrio de la puerta, protegiéndote bajo el alero del café de la lluvia que se extingue. Dejo la plata encima de la mesa y con una sonrisa y una inclinación me despido del anciano. “Muchas gracias, joven, espero verlos pronto”.

Caminamos hacia el auto, sin hablar, sin mirarnos. Por costumbre voy primero a abrir tu puerta. Entonces, sin pensarlo mucho coloco mi mano sobre tu hombro. Te sobresaltas, y te das vuelta, sorprendida. Entonces te abrazo, y te doy un beso. Al principio no reaccionas, después amagas con resistirte, después me besas de vuelta. Te abrazo fuerte, muy fuerte, y te digo al oído que no te dejaré ir nunca, mientras que la lluvia ha cesado, y un rayo de sol traspasa el cielo gris.

Texto agregado el 22-01-2006, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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