Se veía preciosa en su vestido negro de fiesta. Perfecta.
Alucinante incluso, aunque estaba seguro de no haber consumido nada esa noche.
Relucía ante las cámaras, ante las luces que no hacían nada para cegar su resplandor innato. Brillaba como la estrella que era, su pelo refulgiendo con una especie de halo irreal alrededor. Una, tres, cinco mil horquillas escondidas allí, en lo que pronto sería un torrente marrón deslizándose por sus hombros, cayendo por su espalda.
Sonríe a la multitud, la clavícula saliente a pesar de toda la lechuga y el arroz.
Sus labios se estiran pero jamás llegan a ser delgados, y él supone por unos segundos que es esa plenitud suya la que lo llama sin cesar.
La tela se cierra abrupta sobre la curva en su baja espalda y su piel también emite reflejos luminosos y dorados, y es curioso lo cálida que puede sentirse una piel cuando no estás necesariamente tocándola.
“Hermosa.”, susurra pero ella no lo oye.
Sus manos, pequeñas como todo lo suyo, sujetan con seguridad un bolso lo suficientemente grande para un lápiz labial, pero no hay rastros de ninguno en su boca.
“Ni en la mía.”, se asegura él.
Se voltea a saludar a otro, su vestido revoloteando sobre sus rodillas, sus zapatos ceñidos contra sus tobillos de bailarina.
“Ni en la mía.”, y esta vez es amargo, injusto, horrible, el hecho de que alguien más pueda cerrar sus manos en sus hombros afilados, besar sus pómulos encendidos, sonreír en sus ojos.
Por lo menos ella usa el collar que él le regaló.
“Me enojaría mucho si no te lo pusieras.”, había bromeado esa tarde. “Tendría que matarte.”
Ella había sonreído ansiosa, como eran todas sus sonrisas al final.
“Ridículo.”, había exclamado con su voz ligera, una voz baja que no alcanzaba a ser todo lo femenina que él hubiera querido que fuera.
“No me digas así.”, había murmurado en su garganta mientras se lo ponía y apretaba.
Porque podía.
Un reportero toca los huesos delicados- como de pájaro, siempre ha pensado – de su muñeca y ella ríe al enseñar su brazalete.
“Sí, realmente me gusta.”, parecieran formar sus labios y cuando el mismo reportero alarga la mano hacia su cuello, hacia el collar que él le dio, una rigidez poco natural se cierne sobre sus facciones, pero deja que lo toque de todas maneras.
No habla al respecto y de pronto ya no está, se ha ido al lado de otro famoso, de otra persona importante, de otra estrella como ella.
Sólo que no son como ella y él lo sabe. Ojalá ella entendiera.
Él no quiere mirar a la insípida que está siendo entrevistada ahora, y se acerca un poco más entre el gentío, su tarjeta de identificación colgándole sobre el pecho.
“Te ves nerviosa, rara.”, le dice el hombre y ella niega con la cabeza, un mechón rebelde sobre su oreja. “¿Quieres entrar mejor?”
Una chica con mal cabello y una tarjeta de staff colgando del cuello lo mira curiosa.
Evade su escrutinio, pero saca un intercomunicador negro de su cintura y comienza a hablar por él sin dejar de mirarlo. Nunca le ha gustado este tipo de gente normal, desechable al final. Gente como él, tal vez.
Impaciente, la aparta de un manotazo para llegar hacia donde ella está y es entonces cuando por fin lo ve.
“Es él, es él.”, se aferra de la manga de su acompañante, quien pareciera creer que su cuerpo macizo entre ambos crearía alguna clase de diferencia.
“¿Quién es ese hombre?”, corren los guardias cuando ha sacado el arma de su bolsillo.
“Él, él, él.”, tiembla ella contra la espalda del actor, quien aprieta la mandíbula y los puños como si esto fuera una pelea de patio, como si no estuviera apuntándolo entre los ojos con una 9mm.
El sonido del disparo es casi como el chasquido de las cámaras cuando tienen flash y cuando el cuerpo cae sobre la alfombra y ella cae también, arrastrada por el momentum, él tuerce los labios con desdén.
Bueno, y qué les importa. Ya era roja para empezar.
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