–Sin dudas debo matarlo–, se dijo Vargas la mañana de ese día.
Escondió en el fondo del bolso el percutor con el que solía aturdir a las vacas antes de degollarlas. Un simple movimiento serviría para perforar el cráneo de Vieira.
Un tercio del dinero de la quincena iría para la curandera de Valizas, donde le practicarían a su hermana el aborto, y otro tanto para el guardia del matadero para que no lo revisara.
Vargas y Vieira volvieron, como todas las tardes, juntos del matadero sobre un sulki de un solo caballo. El camino era entre dunas primero, y luego por una playa que tocaba el horizonte en sus dos puntas. La charla fue distante como había sido desde que su hermana le contó que estaba embarazada. No tenía certeza de que hubiera sido Vieira, pero era el único que frecuentaba su casa con regularidad.
A mitad de camino se detuvieron a tomar sus ginebras en el único puesto sobre la playa que permanecía abierto en invierno. Dos chapas de zinc y un cajón de madera ofrecieron un descanso etílico mientras la noche se acercaba.
–Creo que hoy vamos a llegar tarde –descargó Vieira.
–¿Cuál es el apuro? Silvia espera. Mi hermana puede esperar —lo cortó Vargas mirándolo fijo a los ojos —. ¿Tenés miedo de que la luz mala te encuentre distraído y te pierdas para siempre?
–Se necesita más que una luz mala para que me pierda en estas dunas. Voy a descargar la ginebrita –se apartó Vieira y se fue por la playa hacia donde estaba el sulki.
Vargas pensó en lo rápido que debía hacer el movimiento. Debía aplicar el percutor lo más cercano posible a la sien y Vieira caería como lo hacían cientos de vacas cada día. Luego escondería el cuerpo transitoriamente entre las dunas, y a medianoche, cuando Silvia ya durmiera, lo arrojaría desde lo alto del faro abandonado. Explicaría a todo el pueblo del Cabo Polonio, como el suicidio de Vieira era una consecuencia inevitable para alguien a quien la vida le importaba poco; sin familia, y casi sin amigos. Un hombre apartado de la sociedad, con un trabajo mal remunerado, y a quien solo le importaba que la ginebra no faltara. Explicar lo sucedido frente a la gente del matadero sería incluso más sencillo, si es que alguien notaba la ausencia de este simple jornalero. Por otro lado, la policía estaba demasiado lejos y ya casi nunca intervenía; mientras el cabo no tuviera un faro activo, el Polonio era tierra de nadie para las autoridades de turno.
Pagó por las dos ginebras y caminó nervioso hacia el sulki. Vieira esperaba sentado sobre la arena mirando el mar.
–No te molestés. Ya pagué –aclaró Vargas
Vieira no contestó.
–¿Tú vas a subir o te vas a quedar mirando el mar toda la noche? –fustigó nuevamente.
–Tá, voy –dio por respuesta Vieira mientras se levantaba sacudiéndose la arena mojada del pantalón.
La noche llegó pocos kilómetros después. Ya no hablaban y la oscuridad tomaba lo que el sol dejaba olvidado. No se veían fogones sobre el mar, que hubieran abundado en verano. La luna creciente todavía no salía y algunas estrellas se confundían con las luces de las casas en la lejanía.
Vargas decidió que era el momento de actuar. Miró al cielo como pidiendo permiso, y nervioso se acomodó lo más cerca del respaldo para lograr un movimiento rápido. Movió su torso hacia las rodillas y con la mano derecha buscó el percutor entre la ropa bajo el asiento. Reconoció el puñal de Vieira clavándose en su cuello, mientras su mano solo encontraba sangre de las víctimas del día, ahora mezclándose con la suya.
Vieira siempre supo que Vargas era un hombre de honor, que no iba a dudar en perder la vida buscando limpiar su nombre con sangre. Giró el sulki primero hacia las dunas y luego rumbo a Valizas, mientras pensaba en Silvia.

Yory