Víctor Vitantonio era un ciudadano ordinario, un empleado mediocre de una oficina de semejantes características. Nunca un exabrupto, nunca un sobresalto. Casi un ejemplo de como se debe pasar totalmente desapercibido frente a los demás.
Un año atrás, Víctor había reñido con su jefe por una cuestión trivial: un certificado mal expedido. Nadie en la oficina pudo desentenderse de esta discusión, simplemente por que hubiera sido imposible proseguir con las tareas administrativas habituales: las graves vociferaciones hicieron vibrar los gruesos cristales de las ventanas que no supieron oponer resistencia alguna ante semejante distorsión del aire, permitiendo que esa ráfaga furiosa de graves altisonantes fluyera desenfrenada por todo el segundo piso, percutiendo en cada tímpano a su paso, para inundar luego todo el edificio, desde el piso mas alto (el sexto) hasta la planta baja y el sótano.
El juez de turno no dejó de sorprenderse cuando escuchó el estremecedor relato de como un malentendido tan irrelevante fue transformándose en pocos minutos, a base de tensas discusiones y expresivas gesticulaciones, en un asesinato frío y sorpresivo, una sórdida demostración de la bestia oscura que hiberna en las cuevas insondables del alma humana.
Al jefe se lo encontró desparramado detrás de un viejo escritorio, la cara estaba desfigurada por hematomas y laceraciones, pero aun en esas condiciones, sus ojos saltones y desorbitados parecían dar testimonio de la brutalidad que se había desplegado tan sorpresivamente sobre el difunto.
Los forenses recogieron todo indicio que pudiera echar luz sobre el caso: cabellos y fibras de lana amarilla, piel descamada y hasta trocitos de caspa blanca que aun sobrenadaban sobre extensos lagos hemáticos. Realizaron las preguntas adecuadas a las personas adecuadas y lanzaron las miradas más intimidantes a los más sospechosos de ocultar información alguna al respecto.
Víctor respondió con amabilidad y circunspección a cada pregunta que le realizaron detectives y peritos de diversas especialidades, y se mostró abierto al sondeo psicológico por parte de los psiquiatras más avezados y reconocidos de la ciudad.
Vale la pena evocar la pregunta austera que hubo de realizarle uno de los psiquiatras:
-¿Que fuerza oscura lo ha llevado a cometer semejante atrocidad?
Y la respuesta lacónica de Víctor:
- No lo se. Yo... no era yo.
Por lo tanto, si realmente hubo un motivo para semejante crimen, este no se reveló a la luz de la técnica y de los procedimientos, parapetándose, en cambio, en los intrincados laberintos de la mente criminal.
Una vez considerados los hechos, analizada la fatal situación y reconstruido el perfil psíquico de Víctor, se dictaminó, en forma unánime, su reclusión en un reconocido asilo para enfermos mentales, una institución de altísimo grado de seguridad, consecuente con la tremenda amenaza que representaba semejante recluso.
Durante el tiempo que permaneció recluido (o excluido) hubo de cumplir con los protocolos más rigurosos y hubo de obedecer las reglas (y los caprichos) de las personas más severas con las que había tratado alguna vez.
De esta manera, Víctor continuaba su existencia tumbado en blancas habitaciones o pululando por corredores asfixiantes y de dimensiones restringidas.
Mientras tanto, la causa de la tragedia, la bestia, huraña y desconfiada, permanecía agazapada en las cuevas insondables.
Los doctores observaban a Víctor como entomólogos a un insecto inédito, como a un artrópodo que debía ser analizado, disecado y clasificado. Víctor representaba, para los hijos de la ciencia, una interrogación sin respuesta, un muro infranqueable, un enigma del comportamiento que les escupía en la cara la inutilidad de sus conceptos, de sus métodos razonados y de las teorías acumuladas en gruesos volúmenes.
Más de un médico daba vueltas en su lecho sin poder conciliar el sueño, azuzados por la idea de desenmarañar los hilos con que se tejían los pensamientos enredados de Víctor, o seducidos por descubrir que elementos o palabras en la escena del crimen, aparentemente triviales, pudieran haber hecho vibrar una cuerda tan sensible en la mente del reo.
Las largas sesiones de psicoanálisis no eran prósperas en este sentido. Aunque Víctor se mostraba cooperador, los intentos de dilucidar causas o consecuencias eran en vano, y por ello mismo Víctor se entristecía, ya que sus inquietudes y su curiosidad por saber quien era él, crecían a la par de las de sus examinadores.
¿Qué había disparado en Víctor tanta violencia repentina y sin sentido alguno?
¿Por que esta explicación se ocultaba a la razón de los médicos y peritos?
¿Podría conocerse o interpretarse? ¿Como?
Estas preguntas reverberaban en las conciencias de los profesionales, en las cabezas saturadas de incógnitas y de teorías estériles.
Finalmente, en uno de los seminarios semanales, donde se encontraban reunidas todas las autoridades de la psiquiatría y todo el personal paramédico, se concluyó a boca del jefe del pabellón, lo siguiente:
- Si nos es imposible penetrar, con la luz de la razón, en las guaridas obscuras donde se oculta la bestia; si es capricho de este parásito no asomar su trompa inmunda, que succiona paulatinamente la vida honrada del buen hombre; entonces la sacaremos de allí, expondremos su cuerpo informe a la luz implacable de la ciencia y luego ...
Se decidieron a actuar.
Víctor fue sometido a sesiones donde las drogas psicotrópicas mas potentes circulaban por su cerebro en busca de la solución. Los neurolépticos de vanguardia se infundieron en sus venas a montones, como una jauría rabiosa agitándose en su sangre, acechando cada tejido, cada rincón de su anatomía, en busca de la bestia huidiza y burlona que tanto preocupaba.
Pero a veces, estos cazadores furtivos se ciegan, y no distinguen a la bestia inmunda del ser inmaculado que la resguarda, arremetiendo así, contra todas las manzanas del tonel, sin distinción o predilección alguna; tal es su furia.
Fue producto de esta inespecificidad y del abuso deliberado en el que cayeron los médicos incitados por el afán de “saber”, por lo que Víctor murió.
La criatura obscura, mientras transcurrían las sesiones, no hubo de salir nunca, ni de mostrar indicio alguno de su existencia. Así, Víctor y su Larva partieron juntos al mas allá. Es que hay fenómenos que se nos escapan, se nos escurren entre las manos inútiles de la lógica, son insondables.
El funeral se llevó a cabo un día lóbrego de agosto. Una llovizna imperceptible humedecía los chalecos y las cabezas de los presentes: algunos familiares y casi todos los médicos del instituto. Estos últimos presenciaban la ceremonia como acreedores del muerto, ese deudor casi inocente. En cambio, los familiares, mostrábanse piadosos y resignados y, quizás, hasta un poco aliviados.
Lamentablemente el patetismo alcanzó su cenit:
Antes de que se cerrase para siempre la tapa del féretro, uno de los médicos perdió el control de si mismo y, como el peor de los energúmenos, se abalanzó sobre el cadáver profiriéndole toda clase de insultos, mientras, sujetándole la cabeza ya fría, intentaba trepanarle el cráneo con un viejo taladro.
Solo los familiares de Víctor intentaron detenerlo.
- F I N -
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