- Date la vuelta
Pasé mi pañuelo rojo por encima de su cabeza y le cubrí los ojos con él.
- Huele a ti –me dijo
Cogí los extremos y los até a la altura de la nuca, sobre el pelo. Con
cuidado para no pillarle ningún mechón.
- Ahora dame la mano y confía en mí –dije
Ella asintió con la cabeza y sonrió ilusionada. Salimos de la taberna entre
las miradas cómplices de los presentes, que aguardaban allí lo mismo que nosotros. Aunque ellos van más tarde. Los isleños pueden disfrutar del espectáculo todos los días del año. Alguno sólo va a verlo los domingos.
El dueño de la taberna me sonrió y se despidió levantando la mano izquierda, la misma con la que servía decenas de rechinas cada día.
Salimos a la calle. Ella pegó su hombro al mío para sentirse más segura.
- Quiero que me cuentes lo que ves, lo que yo no puedo ver. Quiero
verlo a través de tus ojos- me dijo
Le di un beso en la mejilla.
- Ahora estamos subiendo una calle estrecha, empedrada. Lo notarás al
pisar. Casi no hay gente. Las casas son iguales a las que ya conoces, blancas con las puertas y las ventanas azules, algunas con balcones de juguete.
La agarré del brazo:
- Cuidado, ahora hay que subir un escalón pequeño. Cada diez pasos hay
uno... – cerré un poco mis dedos - ...Ahora –le susurré
- Gracias –me dijo. Y lo repitió en cada uno de los catorce escalones que
encontramos en la calle.
Llegamos entonces a una especie de plaza, la unión de todas las calles del pueblo. En el punto exacto donde confluían se levantaba el único molino que quedaba en toda la isla.
- Huele a sal –me dijo
- Es el mar
Me apretó la mano con fuerza. La gente paseaba en torno al molino, sin
prisa, mirando en el horizonte los restos del cráter que hace años partió la isla por la mitad.
En aquella época no había turistas, así que conocía a la mayoría de los paseantes. Unos me guiñaban el ojo, otros me saludaban con la mano. Sabían dónde la llevaba.
- Ya queda poco –le dije – Ahora vamos a pasar por un camino de arena
y hierba.
Llegamos al pie de una gran roca.
- Ten cuidado ahora. No puedo explicarte más
Subimos hasta la parte más alta.
- Ahí está Claudia
- ¿Quién es? –me preguntó
- Una pintora –le dije – Dibuja el boceto para un cuadro, su obra
maestra. Sube hasta aquí todos los días, desde que era una niña.
- ¿Cuántos años tiene ahora?
- Nadie lo sabe
La agarré del brazo y la ayude a sentarse.
- Ya hemos llegado –le anuncié
Llevé mis manos hasta su nuca y deshice el nudo. Ella cogió el pañuelo
con las manos y lo dejó caer por su cara . Y entonces pudo ver lo que quería enseñarle.
- ¡Ah! –se tapó la nariz y la boca con las manos. No podía hablar. O no
quiso hacerlo aún. Se emocionó.
- Mira eso –le dije señalando el pueblo, a nuestra derecha-. Las casas
cambian de color a cada instante.
- Gracias por enseñarme esto –dijo al fin – No lo olvidaré jamás.
Me senté detrás de ella, la rodeé con mis piernas y la abracé. Cerró los ojos
y aspiró el aire mágico de aquella puesta de sol.
- Es como una niebla de colores –dijo
Juntos miramos como el sol resbalaba por el cielo hasta caer como un
melocotón maduro al otro lado del mar.
Ella se giró y rodeó mi cabeza con sus brazos. Y me besó. Un día más el sol se había marchado a soñar con la luna y con el día en que, por unos instantes, podrá tocarla otra vez.
|