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Fabián Bardot, soñador de diecisiete años, se tumbó en la cama de su habitación a pensar en la frase que había dicho la maestra en clase: «El que piense que son caros los libros no sabe lo que cuesta la ignorancia». ¿Tenía razón la maestra? No sé lo que costará la ignorancia, pensó Fabián, pero sé lo que cuesta convencer a mi padre de que los libros no son para los listillos. Cuesta exactamente una bofetada de las de “cara vuelta”.
Todos los días, al volver de la escuela, Fabián entraba en la librería del Sr. Moureau. Así le conocía Fabián, pues ninguna de las personas a las que preguntó le dijo jamás el nombre auténtico del librero. Todos le decían que era un espía americano. Y nadie podía saber su auténtico nombre.
El Sr. Moureau era un hombre viudo de sesenta y tres años, librero desde que era un chiquillo y escritor desde que murió su mujer. Al Sr. Moureau le encantaba recibir la visita de Fabián. Al entrar le saludaba y le ofrecía un caramelo de la cesta. Fabián se perdía entonces por el único pasillo de la librería y, disimulando para sí mismo –pues nunca había nadie en la librería- , se metía un libro entre el pantalón y el ombligo, y apretaba el cinturón bien fuerte para que no se le cayera. Luego salía de la librería con gesto serio, y cogía otro caramelo, «para mi madre», decía.
El Sr. Moureau veía en Fabián el reflejo de su propia juventud. Veía en Fabián al lector apasionado que era él de joven. Aunque nunca tuvo que luchar con su padre para poder leer. Más bien al contrario. Esa era una de las razones por las que el Sr. Moureau silenciaba los robos de Fabián. No le importaba mientras el chico leyese. Lo que llamaba la atención del señor Moureau era que Fabián sólo robase novelas rusas.
Una tarde Fabián tardó en regresar a casa más de lo habitual. Su padre le esperaba borracho, recién llegado de la taberna para comer.
- Sácate eso de ahí.
- ¿Cuál? –dijo Fabián abriendo los brazos.
El padre le dio una bofetada, de las de “cara vuelta”. A Fabián se le quedo
grabado el olor a vino de la mano de su padre.
- ¡No creas que soy imbécil, so mierda!
Fabián sacó el libro del pantalón y se lo dio a su padre, que lo lanzó a la
chimenea una vez más ante la mirada prendida de ira de su hijo.
A la mañana siguiente la madre de Fabián no le encontró en su cama. Lo buscó por la casa, en el patio. Salió a la calle y se encaminó hacia la escuela. Se encontró al Sr. Moureau, junto a la puerta de la librería. Hablaba con un hombre que parecía guardar la ley. El cristal de la puerta estaba roto a la altura del pomo. La madre de Fabián entró en la librería sin dirigir una palabra a ninguno de los hombres.
- ¡Marie! –gritó el Sr. Moureau.
Ella siguió sin mirar atrás. Fue directa hacia el pasillo donde Fabián cometía
sus fechorías. Y comprobó que no había ni una sola novela rusa. La estantería estaba vacía y sabía perfectamente que el Sr. Moureau disponía de más de cincuenta novelas firmadas por autores rusos gracias a la herencia que le dejó su padre: más de tres mil volúmenes.
La madre de Fabián salió de la librería y volvió a casa.
- ¡Marie! ... ¡Marie! ...
Al llegar subió hasta la habitación de Fabián. Se agachó para mirar debajo de
la cama. No estaba la maleta. En su lugar Fabián había dejado una nota: «Lo siento, mamá. Pero papá me quemaba las ganas de leer. Volveré a buscarte. Fabián».
Esa misma noche el Sr. Moureau empezó a escribir un nuevo cuento en el que un chico robaba libros. Al final del relato el chico huía del pueblo donde se había criado después de robar en la librería de su abuelo. Huía en mitad de la noche arrastrando con él una maleta muy pesada, llena de novelas rusas.

Texto agregado el 21-01-2006, y leído por 100 visitantes. (0 votos)


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