No sé el tiempo que llevo con él. Al principio creo que le odiaba. Sí, le odié. Él me decía que con tenerme de su parte le era suficiente. No quería hacerme daño. Me quería, dijo incluso.
Un día me contó que se llamaba Jan y que iba a ser el mejor escritor del mundo. Poco a poco me contaba detalles de su vida. Era de Bohemia. Le abandonaron en el puente de Carlos nada más nacer, un once de enero que llovía frío. Le recogió un hombre con el pelo plateado como la luna y cuidó de él hasta los quince años. “Luego vine aquí y aquí vivo desde entonces”. Hablaba de Praga como una ciudad de cuento infantil. Castillos, callejones de colores alquimistas, cucarachas que tornan en hombres y hombres que tornan en cucarachas. “Todo bajo un cielo de melocotón”.
Pasaron los meses y nunca supe por qué estaba allí encerrada. Nunca intenté escapar. Algo en la voz de aquel hombre me decía que no lo conseguiría.
Entretenía al aburrimiento leyendo los libros que él me dejaba sobre la mesita, al lado de la cama. Me decía que si lograba comprender aquellos libros me dejaría libre si yo quería.
Leía todo lo que me dejaba con mucha atención. Trataba de no perderme ningún matiz, un doble sentido; no quería dejar escapar una frase clave. Cada vez leía más rápido. Cuando terminaba una historia él me dejaba otra. Y me hacía dos preguntas: ¿lo has entendido?. Yo contestaba que sí. ¿estás mejor?. Yo asentía con la cabeza. Y él desaparecía de nuevo hasta la hora de comer o cenar. Una extraña mueca recorría su sonrisa, como si nada malo pudiera pasarle mientras yo comprendiese aquellos libros.
Una noche le pregunté por qué estaba secuestrada.
- No estás secuestrada. Puedes irte si quieres -dijo
- Quiero irme – no lo pensé
- Esta bien. Puedes llevarte el libro que estés leyendo
Abrió la puerta de la habitación e hizo un gesto con las cejas para que saliera. Cogí
al viejo y al mar (me faltaban veinte páginas para acabarlo) y caminé hasta la puerta. Crucé el umbral delante de él. Olía a sangre, a hospital viejo. Tuvo que agarrarme del brazo para que no cayese al suelo.
- No te preocupes, es normal. Llevas mucho encerrada aquí –se señaló el estómago con el dedo corazón.
Nunca me había tocado. Su mano parecía más desgastada, el color de su piel semejaba un limón podrido. ¡De repente parecía mucho más viejo! Subí unas escaleras.
El olor se hacía más fuerte. La sangre parecía oxidarse bajo mis pies para luego subir hasta ahogarme el cuello. Me desmayé.
Al levantar los párpados comprobé que estaba en la misma habitación de siempre. Apenas parecía haber pasado el tiempo. Miré hacia la puerta. Estaba cerrada. Él me observaba desde una silla, sentado frente a mí.
- Quiero enseñarte algo
Sus brazos parecían raíces descompuestas, los dedos de las manos frágiles como
lágrimas de hielo. Salimos de la habitación por segunda vez. El olor a hospital seguía ahí pero no me desmayé. Todo me era desconocido. Las escaleras, las manchas de humedad en la pared. Pensé en cómo me había llevado aquel hombre hasta allí. Pero no lo recordé.
Paso su mano por encima de mi hombro para abrir la puerta que coronaba las escaleras. La cerró tras de sí y con ella el olor desapareció.
- Aquí es donde escribo
Contemplé un espectáculo grandioso. Me pareció que estaba dentro de una de esas
novelas que había leído gracias a él. Me imaginé que estaba en el estudio de un escritor francés del siglo XIX, dentro de una novela en la que yo engañaba a mi marido y soñaba con adulterarle con un amante más adinerado aún, ¡en mejor posición social! Pero yo al final no me suicidaré, pensé.
En una esquina de la habitación el fuego parecía calentar los libros que reposaban sobre la chimenea. Las paredes cubiertas de andamios de papel y tinta, desde el suelo hasta el techo. Bajo la única ventana había un escritorio en que cuadernos azules y verdes peleaban por un espacio entre el cenicero y la lamparilla en forma de farola que iluminaba toda la habitación en una agradable penumbra.
- Ves esa montaña de folios –preguntó, y señaló un rincón que yo no había
descubierto aún. Una serpiente de papeles bailaba en el aire luchando por no caer al suelo.
- Más de dos mil folios en dos años- dijo, y me indicó con el brazo que me acercara a
la montaña. Tenía miedo de tocarla y que todo lo que allí había escrito se esfumase, como una novela borrada del ordenador después de escribir la palabra fin.
Entonces recuerdo que le miré a los ojos. Vi en ellos tanta satisfacción al contemplar todo aquel montón de hojas que él mismo había escrito que no fui capaz de abandonarle. No quise ser la causante de que aquella felicidad se borrase de su sonrisa. Al fin y al cabo, aquel hombre me había enseñado a amar los libros. Y nunca me dijo que estuviera secuestrada, es cierto. Aunque lo estuve. Pero ahora no. Ahora sé que le amo y que quiero cuidar de él para siempre. Y verle feliz escribiendo sus historias.
Cuando se cruza por la calle con algún amigo y este le devuelve el saludo con envidia (profesional, nunca personal), él me mira y sonríe orgulloso de pasear delante de los demás escritores con la musa de todos los cuentos. Una musa que un día secuestró.
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