Con dieciséis años Walter pensaba que su futuro ya lo habían escrito. En el rancho de la familia se sentía como las ovejas encerradas en el redil que contemplaba desde su habitación. Nadie comprendía que soñaba con ser artista. Para su padre la palabra pintor era sinónimo de vagabundo sin dinero. Pero eso a Walter no le ofendía. Prefería morir de hambre con un pincel en la mano que pasar su vida en un bosque de veinte hectáreas.
El día de su cumpleaños, tras una fuerte discusión con su padre, se levantó a media noche, cogió las llaves de la vieja furgoneta, y escapó hacia la ciudad. No sabía muy bien adonde se dirigía, pero sí estaba seguro de porque lo hacía: por una imagen que plasmar.
Quince años después siente que todas sus cartas están sobre la mesa y no ha hecho una buena jugada. Al igual que cuando era sólo un adolescente no cree en el destino, pero ese hombre pasó frente a él en el momento indicado de su vida. Hacía mucho tiempo que no le veía y sin embargo le llamó por su nombre: “¡Eh, Walter!”. No quiere reconocerlo pero quizá el destino haya venido a buscarle. “Tu padre murió hará más de un año. La fábrica va muy mal. Tu hermano siempre ha sido un desastre, no sabe nada de madera, ¿lo recuerdas? Va a arruinarnos a todos. Tú sin embargo sabías sentirla, tallarla. ¡Y te gustaba! Deberías volver. Tu padre te dejó la mitad del negocio. No te guardaba rencor por marcharte, ni siquiera por no dar señales de vida. Te estuvo buscando durante tanto tiempo...”.
La información bulle en su mente mientras la lluvia resbala sobre la acera. Los trazos firmes comienzan a emborronarse y la pintura corre calle abajo hasta perderse por el sumidero. Guarda todas sus acuarelas en la vieja caja de madera y luego la mete en su bolsa. En ese zurcido saco de tela caben todas sus pertenencias: un abrigo que hace las veces de almohada en verano y de manta en invierno, dos zapatillas de pares diferentes, una navaja suiza, unos pinceles y una foto de su familia. La recorre con los ojos mientras las gotas caen sobre ella desde su barba de varios días. Arrastra sus dedos sobre la superficie intentando desfigurar los rostros como la lluvia lo hace sin piedad con sus cuadros. En un instante que da sentido a toda su historia, Walter comprende que no puede borrar la fotografía, del mismo modo que nunca ha podido borrar su pasado. Fija su mirada en la de su padre como lo hizo la noche en la que le confesó sus sueños y él le grito hasta el ensañamiento. Se pregunta cómo moriría. “¿Caería enfermo?”, piensa angustiosamente. Eso nunca se lo perdonaría. “No, seguro que fue un accidente de tráfico. Algo rápido y sin dolor. Sí, seguro que fue eso. Nunca supo conducir”. Las farolas comienzan a apagarse. Sentado sobre el bordillo contempla como la ciudad comienza a despertar. Se siente cansado de ese frenético ritmo de vida, de luchar cada día por un centavo para comer y dormir sobre duros bancos de madera. No soporta pintar sobre baldosas mugrientas, comprobar que nadie se inclina para ver su obra y ver como la pisotean con sus sucios y caros zapatos italianos. ”Sí, lo reconozco, me rindo”. Sin pensarlo, saca la navaja de la bolsa y fuerza la puerta de un coche. Arranca con facilidad y se alegra al comprobar que aún recuerda como se conduce.
En el trayecto de vuelta a Minneapolis, Walter medita sobre sus proyectos de retiro. No tiene más imágenes mentales de cuadros que quiera pintar. No tiene idea de lo que hará esta vez. Emprender un negocio, piensa, encendiendo la radio. Un negocio nuevo. Construir pajareras con madera barata.
Está dentro del perímetro urbano cuando ve que el tráfico reduce la velocidad en su carril. Durante quince minutos avanza a sacudidas, hasta que llega al lugar del problema, un accidente. La ambulancia ha llegado; un coche se ha empotrado en otro; hay otro volcado. Cristales rotos por todas partes en la calzada, un poli que le hace señas de que pase. Hombres encorvados. ¿Sobre qué? Mantiene los ojos clavados delante y avanza despacio hasta que el atasco se despeja. Acelera rumbo a casa.
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